Sí, será lo mejor, zanjar esto ahora mismo.
Mucho ha durado ya.
—¡Alderinel! —exclamó Fëledar reconociéndolo al instante. Aquella voz era inconfundible.
—Nos ha estado siguiendo —dijo el Solitario.
Habéis sido una presa fácil.
Lentos, ruidosos y de rastro descuidado.
—Déjate de chorradas y acabemos con esto —dijo Endegal—. Vienes a por mí. Tu locura empezó conmigo y acabará conmigo. Sólo uno de los dos saldrá con vida esta vez. Dejádmelo a mí —les dijo a sus compañeros—. Sé muy bien cómo tratarle.
Alderinel se puso a la vista de todos. Era de noche, pero aún así se vislumbraba su piel, completamente oscurecida.
Contigo acabaré, sí.
Pero no empezó contigo, sino con tu padre.
Galendel, el favorito de Ghalador,
el heredero al trono de Ber'lea.
Galendel, el que amó a una humana
y puso en peligro a la Comunidad.
¿Tan hermosa es?, le pregunté, pues no entendía
que hubiera humana más hermosa que cualquier elfa.
Hermosa es, hermano, quizás es el momento
de ir estrechando lazos con los humanos, me dijo.
Y lo seguí en secreto varias noches,
quería ser testigo de su amor.
Lo que vi me horrorizó.
Aquella belleza no era comparable con la elfa menos agraciada.
¿Qué clase de embrujo o de locura poseía a Galendel?
Hablé con padre sobre este asunto, pero no puso remedio.
Hasta que un día ocurrió lo inevitable.
Los humanos le descubrieron antes de llegar a la cita con tu madre.
Y el muy idiota apenas se defendió.
Podría haberlos matado como a conejos, pero no lo hizo.
Le masacraron allí mismo.
—¡Tú! ¡Tú lo viste todo y no le ayudaste!
Ah, qué suspicacia la tuya.
Te creía tan idiota como tu padre.
—¡Te mataré, bellaco!
Lo intentarás.
Pero serás tú quien muera esta noche.
—De eso nada —se interpuso Vallathir con cuchillo y daga élfica en las manos—. ¡Te atravesaré antes el corazón, si es que tienes!
El resto se adelantaron también, amenazantes.
—Os he dicho que me lo dejéis a mí. Es un asunto personal entre él y yo.
—¿Personal? —dijo Fëledar—. Me gustaría saber cómo ha conseguido escapar y cuántas muertes dejó atrás.
¿Ves, medio elfo? Hay alguien más suspicaz que tú.
Sí, para escapar tuve que matar sin remedio.
—¿A quién, maldito seas? ¿A quién mataste?
Mi pobre padre habría delatado mi huida.
Su muerte evitó la de muchos más.
Pero no espero que me deis las gracias por eso.
—¡A Ghalador! —exclamó furioso Fëledar—. ¡Ha asesinado al Líder Natural!
—Maldita sea, tenía que haberlo matado en el Cañón del Río Curvo. Sabía que mantenerlo con vida sólo nos traería desgracias, pero no me dejasteis acabar con él.
—Esta vez morirá —accedió Fëledar—. Ya no hay redención posible para su alma.
—Sí la hay —dijo Endegal—, pero pasa por el filo de mi espada.
Me alegra ver el odio que me profesáis,
pero como ha dicho el mestizo,
resolveremos esto entre él y yo.
Ya os ajustaré las cuentas al resto
cuando acabe con él.
Alderinel desenfundó su espada y señaló a Endegal. Éste empezó a andar hacia el Renegado.
—No permitiremos que te enfrentes solo a él —le frenó el Solitario.
—Apártate, amigo. Ya me he enfrentado a él. Sé cómo pararle. Si lo intentáis, alguno de vosotros morirá. Es demasiado rápido y mortífero. No dejaré que eso ocurra.
—No estás en condiciones —le dijo observándole el brazo derecho.
—Me bastará con la izquierda. Os doy permiso para acabar con él si él acaba conmigo, pero es mi obligación purificarle aquí y ahora y no me vais a detener.
Elareth se le acercó más todavía y preguntó:
—¿Por qué, Endegal? ¿Por qué tanto empeño? Las muertes y el daño que ha causado en la Comunidad nos afectan a todos. ¿Por qué es para ti un asunto tan personal?
Endegal sacó su daga élfica y se rasgó la ropa y la venda que cubrían su antebrazo maldito.
—¡Por esto, maldita sea! —gritó—. ¡Por esto!
Todos observaron horrorizados su piel oscurecida. Iba desde la base de la palma de la mano hasta casi el codo. En medio, una fea cicatriz rosada que supuraba y sangraba a partes iguales. Alderinel rió.
Ah, sangre de mi sangre.
—Está bien —concedió Avanney—. Dejaremos que te enfrentes a él tú primero. Pero ten cuidado.
Se apartaron y dejaron a los dos contendientes acercarse mutuamente. Endegal tenía clara su estrategia: arrinconarle donde fuera necesario y soltarle un golpe que no pudiera esquivar. Aunque el elfo maldito interpusiera su espada, la fuerza de la Benefactora la partiría y daría en el blanco. Como Fëledar solía decirle en los entrenamientos “un sólo golpe bien dado, es suficiente”. Así que se concentró en poder darle ese golpe inevitable. Un solo golpe bastará, se dijo. Se fue colocando de forma que los primeros tanteos circulares dejaran a Alderinel cerca del límite de la sima. Sabía que sus amigos harían un cerco alrededor de ellos dos instintivamente para evitar que el enemigo escapara, y así ocurrió.
¿Me acorraláis?
Si supierais lo fácil que me sería matar a uno de vosotros
y romper el cerco
huiríais ahora mismo
hasta que os saliesen ampollas en los pies.
Tras aquellas palabras que intentaban intimidarlos, el renegado cogió su daga y se rasgó la casaca y demás ropajes, quedando a pecho descubierto. Su torso fibrado tenía todavía las profundas marcas de las cadenas del medallón maldito. Luego se rajó su propio torso y embadurnó sable y daga con su propia sangre negra como si fuera un veneno (o tal vez, así bien podría considerarse). El mensaje era evidente; un solo tajo del elfo negro, por leve que fuese también tendría nefastas consecuencias.
Endegal no se amilanó. Al revés, fue más consciente que nunca que debía de ser muy cauto y preciso. Que él debía ser el primero en descargar su golpe y que éste tenía que ser definitivo. Su enemigo era más rápido de movimientos. Puso todos sus sentidos en ello. Se acercaba, tentaba, se retrasaba. Ambos contendientes iban con sumo cuidado. El medio elfo agarraba la espada con las dos manos. La izquierda era la que dominaba la espada, la derecha apenas le servía para darle un leve apoyo que le ayudase en el control de la dirección del tajo. No podía hacer más, pues ese ligero contacto le dolía, pero era necesario. Cuando tuvo a su oponente donde lo quería, ejecutó la maniobra planeada. La mano derecha aferró a la Benefactora con fuerza y con ambas manos dio un espadazo de revés a media altura con toda la fuerza que pudo. Ese fue un instante doloroso para su mano derecha, repudiada por la Purificadora, pero lo aguantó cuanto pudo. Como esperaba, el elfo renegado no pudo agacharse ni saltar hacia atrás, sólo interponer sus armas contra la espada de Endegal. El sable se partió en dos y sus pedazos volaron por los aires, y el filo de la Purificadora cortó a Alderinel en un tajo nada desdeñable, que iba desde el costado hasta el abdomen, partiéndole seguro más de una costilla. Desde el suelo, el renegado parecía luchar para que no se le escaparan las tripas. Pero siguió riendo de manera infame, con el dolor que sin duda le había provocado la Espada del Bien. Un humillo salía de su herida mortal.
Oh, Endegal. Parece que llega mi fin.
Pero tú también perdiste en este corto duelo, ¿verdad?
Mi maldición te perseguirá siempre.
Hasta el día en que mueras.
No lo decía en vano; la mano derecha del semielfo la atravesaba la daga pozoñosa de Alderinel. Endegal se la arrancó con un alarido y la lanzó lejos. Con los ojos inyectados en sangre y la izquierda aferrando la empuñadura de su arma cromada, avanzó hasta Alderinel, dispuesto a purificarlo definitivamente. Como era habitual, la espada estaba completamente limpia, pues toda sustancia resbalaba sobre ella como si la repudiase, y la sangre no era una excepción.
Nos vemos en el infierno.
—¡No! —gritó Endegal.
Alderinel rodó sobre sí mismo y se lanzó al vacío de la sima. Endegal se asomó y lo vio caer entre dos de las enormes vigas de piedra que se cruzaban, hasta uno de los caminos de bajada. La altura era más que considerable.
—Tranquilo, cabellos oscuros —dijo Algoren'thel—. Puedes darlo por muerto. Se acabó.
Endegal, con los dientes apretados de la rabia, negó con la cabeza.
—No, no lo entiendes. Tenía que purificarlo.
Pero no quiso aclararlo y no dijo nada más. Elareth le limpió las heridas, aplicó ungüentos curativos y le vendó la mano y el antebrazo.
—Volvamos a dormir —dijo Avanney—, mañana será un día duro. Más que el de hoy, si cabe. Esta vez me quedo yo de guardia, si a nadie le parece mal.
A nadie le pareció mal. Esta vez Endegal buscó la compañía de Elareth. Liberado de la carga y el peligro acechante de Alderinel, necesitaba en ese momento el calor y el apoyo de la elfa, como el niño que necesita de su madre cuando está enfermo, o como el marido necesita a su mujer cuando ha tocado fondo. Avanney, por su parte, aprovechó su guardia para observar atentamente los movimientos de los que transitaban la fosa infernal, sus idas y venidas, los túneles, las vigas de piedra entrecruzadas y tras un largo tiempo se le iluminó el rostro.
—¡Ya lo tengo! —exclamó en voz baja.
Pero antes de eso ocurrió un hecho remarcable. El cuerpo de Alderinel yacía moribundo sobre una de las cuestas. Prácticamente inconsciente, notaba como la vida se le escapaba gota a gota. No podía moverse. Mover los párpados le suponía un esfuerzo inabarcable. Aún así los abrió. Quería ver a la muerte cara a cara. Ver como se lo llevaban de allí.
Y tanto que lo vio.
Ante sus ojos, había una oscura caverna rodeada de tela de araña. Unos enormes ojos brillantes se asomaron. Eran dos hileras de tres ojos cada una. La bestia salió. Era una araña del tamaño de un elefante. Se le colocó encima y le picó en la espalda, inundándolo con sus fluidos. Alderinel ya no sentía dolor, sólo podía mirar. Luego lo elevó con sus patas como si fuera una hoja mustia y lo envolvió en su seda hasta hacerlo un capullo banco. Se lo llevó a su madriguera. Lo peor todavía estaba por venir.