La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

8
A la fuga

—¿Por dónde salimos? —había preguntado el mediano.
Cuando todos pensaban que ahora tocaba irse de allí corriendo, Dorianne entró al laboratorio destrozado y señalando al fondo, dijo:
—Por ahí.

Cuando se asomaron el polvo iba asentándose. Entraba ahora muchísima más luz del exterior, y eso que era media tarde. El laboratorio estaba completamente destruido. No sólo eso, era todo una montaña de cascotes provenientes del techo. Es más, no había techo. Encima de ellos se podía ver el cielo azul y media torre en pie. La otra media había desaparecido.
—Tenías razón después de todo, padre —dijo Dorianne con sus ojos húmedos de la emoción, recordando los planos y cálculos de su progenitor.
Treparon por los cascotes y se dirigieron hacia el exterior. Entonces Dedos comprendió. Las mazmorras estaban en el punto más bajo del castillo y el laboratorio del chapucero justo en la base de la torre norte. La explosión había conseguido derribar media torre y los escombros del derribo habían cubierto aquella parte del foso, de tal modo que podían salir de allí andando sin temor a ahogarse o a que las fauces de los cocodrilos los despedazaran.
—Brillante —dijo para sí, aunque Dorianne le escuchó.
—Gracias. Bueno, yo he cumplido mi parte. Estamos fuera del castillo. Veamos si tú cumples la tuya.

8. A la fuga

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Dedos no esperaba salir del castillo derribando medio castillo; se había imaginado algo que llamase un poco menos la atención. Sin embargo, mientras bajaban entre los cascotes, al mediano le pareció que aquella situación podría incluso serles favorable. Sólo tenía que ver la cara de espanto de los aldeanos que se acercaban allí para saber qué había ocurrido. Lo cual le dio una idea.
—¡Oh, qué desgracia! —gritó el mediano.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó un hombre que se acercó hasta ellos, algo temeroso.
—¡El chapucero se ha vuelto loco! ¡Su magia le ha estallado en las narices y ha matado al príncipe heredero y a sus hijos que estaban presenciando su espectáculo!
—¡Oh, no es posible! ¿Qué cosa peor podría haber ocurrido?
—Lo peor ha sido esta mañana. Hemos recibido la terrible noticia de que nuestro rey Emerthed ha muerto. ¡Y ahora esto!
—¡Arkalath bendito! ¿Emerthed muerto? ¿Cómo ha sido posible tal cosa?
—Sólo sabemos que un extranjero misterioso le atacó en Vúldenhard y le cortó la cabeza.
—No puede ser cierto... —musitó el hombre, acongojado.
Y le dejaron allí, pensativo, mientras el mediano les dirigía hacia el sur de la ciudadela, donde se encontraron con un ganadero que guardaba un par de caballos para ellos. El ganadero no pudo dejar de comentar el estruendo y el derrumbe de la torre norte. Dedos le contó la misma versión que al otro ciudadano y aquél se echó las manos a la cabeza y corrió a contárselo a su mujer y sus amigos.
Dedos y Dorianne compartieron caballo, Drónegar subió al otro y para no levantar sospechas se dirigieron sin prisa pero sin pausa hacia la puerta de la ciudadela, aunque daba la impresión de que si corrían no iban a desentonar mucho con el resto de ciudadanos. Tras la caída de la torre no sólo el pueblo llano andaba revuelto, los soldados también iban de acá para allá, nerviosos ante la incertidumbre. Los corrillos de gente se sucedían, unos cuchicheando, otros preguntando a la milicia, otros con las manos en la cabeza. Tharlagord era un auténtico avispero.
—¿Qué hay de nuestro hijo, Dedos? —le preguntó Dorianne. Drónegar le interrogó con la mirada—. No nos marcharemos sin él.
—Téanor... —musitó el mediano—. No me... dejó muy claro sus planes al respecto. Enseguida sabremos si se nos une. De todos modos, con la realeza fuera de combate, Tharlagord tiene asuntos más importantes que tratar que ajusticiar al hijo de unos simples fugitivos. Todo estará muy confuso para el ejército durante mucho tiempo. Es muy posible que pueda salir indemne de la situación, después de todo. Yo no me preocuparía por él mucho más que por nosotros. Si nos cruzamos con él, os aconsejo no presionarle, ni tan sólo dirigirle la palabra para no ponerlo en un aprieto delante del resto de soldados.
—Difícil nos lo pones, amigo Dedos. Muy difícil.
—Deberá ser así, si no queréis una muerte segura para todos.

Cuando llegaron a las puertas de la ciudadela, dos soldados les cortaban el paso con sus alabardas, pero estaban casi más pendientes de los movimientos que se sucedían más allá. Un soldado se les acercó y cuchicheó algo a los oídos de uno de los alabarderos. Éste abrió los ojos como platos y musitó:
—No puedo creerlo.
—¿Qué ocurre? —les preguntó Dedos como si no supiera nada—. ¿Saben ustedes qué ha sucedido en el castillo? Es todo muy extraño, ¿no les parece?
El alabardero se puso serio, pero no podía ocultar su nerviosismo.
—Nada que os importe, ciudadano —decretó. Y reafirmó su alabarda para indicarles que no se movieran.
Pero una gruesa mujer que andaba cerca de allí, empezó a vociferar:
—¡Emerthed y Demerthed han muerto! ¡Oh, Arkalath bendito, qué será de nosotros ahora! ¡Maldito seas, chapucero, tú y tu magia!
El alabardero no pudo contener la compostura y titubeó. Dedos miró a las almenas. Allí arriba había dos arqueros. Uno de ellos era Téanor, quien les hizo un gesto claro.

8. A la fuga

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

...

Oresthed se levantó lentamente. Todo le daba vueltas. El estruendo le había despertado de su estado inconsciente, pero el golpe en la cabeza que había recibido le había provocado una brecha importante en la cabeza y un dolor que apenas le dejaba pensar. La tenía ahora enteramente ensangrentada. Vio los cuerpos de sus hermanos. Parethed con un tajo en el cuello, degollado como un cerdo. Borethed con un surco sangriento en la espalda. Luego dirigió su mirada hacia su padre que, desde el suelo susurraba algo.
—Padre...
Le vio el rostro desfigurado y enteramente quemado. El ojo derecho estaba vaciado.
—Hijo... —alcanzó a decir, muy muy bajo—. Tengo la mandíbula rota—dijo como pudo.
—Padre... Estás hecho un asco.
—Oresthed... Llama a la guardia... Rápido... A los curanderos... El dolor... Es... insoportable...
—Tranquilo, padre. Vengaré tu muerte.
—Pero... Estoy vivo... —dijo mientras intentaba levantarse—. Sólo... necesito clérigos curanderos.
—No, padre, no. El mandoble que te ha asestado Drónegar en la cabeza es mortal de necesidad. Has muerto en el acto.
—¡Maldito... bastar...
Pero no pudo acabar la frase. Oresthed ya se había apoderado de una espada y no le faltó el aliento para clavarla en el cráneo de su padre.
Se escucharon unos pasos presurosos y seguidamente unos golpes en la puerta.
—¡Mi señor Demerthed! —se escuchó desde el otro lado—. ¡La torre norte se ha derrumbado y los presos han escapado!
Oresthed intentó asimilar la información rápidamente y tejió su propia versión de los hechos ideal para la ocasión.
—Soldado, os habla Oresthed. Soy el único superviviente de la realeza. Aquí yacen mi padre y mis hermanos. Hemos sido atacados por los prisioneros y estoy atrapado aquí dentro... ¡Abrid la puerta, rápido!
—No tenemos llaves. Hemos encontrado al carcelero ahorcado en una celda y no tenía ninguna llave encima.
—¡Pues encontrad unas llaves o un ariete y sacadme de aquí! ¡Rápido!
—¡Sí, señor! —respondieron desde afuera.
Demasiado tardó Oresthed en caer en la cuenta, y les gritó:
—¡El bufón, Drónegar y su mujer! ¡No dejéis que escapen!
Pero no obtuvo respuesta a eso, pues los soldados ya habían salido en busca de las llaves y no pudieron oírle.
—¡Estúpidos! —escupió.
Pero en el fondo sabía que el estúpido había sido él al priorizar su salida de allí. Escuchaba la algarabía y el caos que reinaba en el castillo. ¿La torre norte derrumbada? ¿Qué demonios había sucedido realmente? Ya se ocuparía de eso después. En cuanto tuviera el guantelete en su poder se vengaría de todos. En cierto modo había tenido suerte. En un mismo día había pasado de ser el segundo en la línea de sucesión al trono a ser el rey, algo que ni siquiera pensaba que ocurriría en los próximos cincuenta años, dada la longevidad que había mostrado su abuelo.
Lo que no sabía Oresthed entonces es que el guantelete de su abuelo había sido destruido. El día que se enteró, lloró como un bebé.

8. A la fuga

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Téanor se acercó a su compañero de vigilancia, en la almena de la puerta.
—¿Has oído eso? ¡Emerthed y Demerthed muertos!
—No doy crédito. ¡Y el castillo, destruido por el chapucero!
Téanor puso una la mano sobre el arco de su compañero, la otra sobre su hombro.
—Siento tener que hacer esto, Tim —le dijo.
—¿El qué?
De un empellón lo lanzó de la muralla abajo. Téanor se quedó con el arco de su compañero en la mano mientras que aquél aterrizó donde había previsto, encima de unas balas de heno. Se levantó aturdido, pero sin lesiones aparentes.

Las palabras del mediano días atrás habían hecho mella en su espíritu. Aunque hubiera preferido no tener que llegar a esa situación, ni ser un traidor o un proscrito, sabía que si llegaba el momento en que tenía que elegir entre la muerte de sus padres o su gloriosa carrera en el ejército tharleriano, elegiría a sus padres. Cierto es que no mostró interés en tener una audiencia con su madre, pues le aterraba que el bufón tuviera razón y encontrársela en un estado lamentable en el que él no podría hacer absolutamente nada para mejorarlo. También estaba el riesgo de que lo descubrieran y entonces todo estaría perdido. Quería negar la realidad y hacer que su sueño de que todo iba bien durase el máximo posible. Pero el mediano le había dicho que le llegaría el momento en el que tendría que elegir entre salvar a sus padres o condenarlos a muerte, y cuando supo que su padre había regresado a Tharlagord le entró el pánico al pensar que su castillo de naipes se podría venir abajo en un santiamén, así que se preparó para la posible huida de su familia. Lo tenía decidido: si sus padres llegaban con vida hasta las puertas para escapar, les ayudaría sin pensarlo dos veces. Lo haría y punto. No estaba en absoluto de acuerdo en cómo gestionaban la ciudad y el ejército los altos mandos, aunque a veces incluso él justificaba algunas acciones en pro del orden y la disciplina bajo un ambiente bélico como aquél. Por lo general consideraba que eran demasiado bruscos e inhumanos en muchas ocasiones, pero le gustaba la idea de ser un defensor del reino y pensaba, incluso, que él podría llegar muy alto y entonces podría corregir ciertas conductas, aunque en el fondo sabía que el propio rey y príncipe no eran un buen ejemplo a seguir y que muy probablemente no se lo permitirían. El derrumbe de parte del castillo y la noticia de la muerte de Emerthed, Demerthed y, quién sabe de quién más, acabó por decantar de qué bando estaba. ¿Había tenido su familia algo que ver con aquél derrumbe o escaparon aprovechando la coyuntura?

8. A la fuga

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—¡Corred! —les gritó a sus padres.
No obstante fue Dedos el primero en reaccionar, espoleando al caballo que compartía con Dorianne y pillando por sorpresa a los alabarderos. Drónegar hizo lo propio y les siguió, atravesando ambos caballos el portón.
Téanor cortó la maroma que sujetaba la reja y ésta cayó aplomada cerrándose ante las narices de los soldados que había allí abajo. No quedando arqueros cercanos en las almenas dispuestos a asaetar a los fugitivos, Dedos y compañía tenían vía libre para escapar de allí sin temor a ser perseguidos inmediatamente. Sin embargo, se detuvieron para contemplar al joven Téanor, todavía arriba en las almenas.
El hijo de Dorianne y Drónegar gritó un “Esperadme” que llenó de gozo los corazones de sus padres y un poco también el de Dedos, por qué no decirlo. El joven lanzó una larga cuerda que a todas luces tenía preparada de antemano para aquella ocasión y la utilizó para deslizarse hasta el suelo ágilmente. Drónegar fue a su encuentro y le ayudó a subirse a su corcel.
Y así fue como escaparon los cuatro de Tharlagord sin más incidentes, pues los soldados tharlerianos, como bien había supuesto Dedos, tenían otros asuntos más importantes de los que ocuparse en aquellos momentos. En la ciudadela reinaba el caos más absoluto.
Una vez alejados de todo peligro, tanto Dorianne como Téanor preguntaron adónde irían ahora.
—Un amigo me prometió techo, comida y protección en una aldea oculta en el bosque de la que muy pocos han oído hablar —dijo acariciándose el émbeler. Amigo Dedos, ¿nos acompañarás?
—Nada de eso. A mí dejadme en el primer sitio con signos de civilización —dijo Dedos.
Y así lo hicieron.

8. A la fuga

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal