La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

17
La gran invocación

¿Estoy vivo? —se preguntó Endegal en voz alta.
—Deberíais de estarlo todos —se oyó también en la semioscuridad.
Era la voz de Yuvilen Enthal, como pudieron comprobar a medida que se asentaba el polvo y sus ojos se adaptaban a la exigua luz azulada que emitía una cúpula de energía mágica que, con toda seguridad, había creado el Alto Elfo.
—¿Estamos sepultados? —preguntó Algoren'thel.
—Menuda pregunta —dijo Avanney—. Nos ha caído prácticamente una montaña encima.
—¿Cuánto aguantará esto? —preguntó Vallathir temiéndose que no iba a ser grata la respuesta.
—Más de lo que probablemente creas, humano —dijo el mago—. Con un poco de suerte, las rocas se estarán aguantando unas a otras. Voy a reducir el diámetro de la cúpula de fuerza para comprobarlo.
—¿Qué locura estás diciendo? —exclamó el paladín.
—Ah, no me digáis que el arte de la construcción ha involucionado durante estos cinco mil años. O eso, o estoy ante completos ignorantes.
Intervino Avanney entonces.
—Las cúpulas de los templos se construyen así; primero se construye un armazón de madera con esa forma sobre los que se van apoyando los ladrillos. No se necesita nada más que el propio peso de los ladrillos, o piedras talladas para contrarrestarse a sí mismos. Al retirar la estructura inicial de madera, la cúpula no se cae.
—Exacto, humana. Al menos alguien con conocimientos básicos. Sí que es cierto que las rocas que están sobre nuestras cabezas han caído al azar y no con el orden y tamaño que hubiera deseado un arquitecto. Pero hay muchas probabilidades de que reduciendo un poco el campo de fuerza se reasienten las rocas y se reubiquen correctamente. De hecho noto que el campo se resiente sólo por esa zona, lo cual quiere decir que, como mucho, caerá sólo esa roca.
—¿Y si te equivocas? —preguntó Elareth.
—Moriremos sin remedio. Apartaos de ahí.

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Dicho esto, redujo un poco el campo de fuerza. Como predijo, una roca concreta se deslizó hacia abajo. Las otras apenas se movieron. Redujo un poco más, y la roca conflictiva se deslizó un poco más.

—Voy a quitar el campo. Es momento de rezar a vuestros dioses.
—¡Espera! —gritó Endegal, asustado.
Pero no esperó. El campo desapareció y la roca finalmente cayó al suelo. Ninguna otra se movió, pero cayó algo de tierra sobre sus cabezas.
—La madre que te... —empezó a maldecir el semielfo. Elareth le tapó la boca.
La luz residual desapareció del todo. Ahora estaban en total oscuridad. Pero pronto brotó una pequeña luz verde titilante entre las manos del Alto Elfo. Cuando abrió las manos, de ellas salieron tres luciérnagas que volaron sobre sus cabezas.
—¿Y ahora, qué? —dijo Avanney— Espero que tengas algún truco para salir de aquí.
—Lo tengo. Puedo crear un portal que nos lleve a la sala donde me tenían recluido.
—¿Puedes crear portales? No dejarás de sorprendernos.
—¿Por qué allí? Tenía entendido que queríamos llegar hasta el artefacto acumulador de energía para destruirlo.
—Podría hacerlo, pero no puedo arriesgarme. Está demasiado lejos y está fuera de mi campo de visión ahora mismo. Eso significa que tengo poca precisión para abrirlo en el lugar adecuado. Podría pasarme de largo y abrirlo dentro de la propia roca y moriríamos al instante al cruzarlo. Podría quedarme corto y abrirlo fuera del sendero. Caeríamos al vacío.
—Por la misma razón no puedes abrirlo simplemente fuera del desprendimiento. No sabes qué hay fuera. Pero, ¿porqué la sala donde estabas preso?
—Porque puedo abrir portales seguros en los lugares donde ya he estado y no han cambiado. Digamos que recuerdo las coordenadas de esos lugares. Y ese lugar lo conozco bien.
—Pues no perdamos más tiempo.
—No es tan fácil. Necesito recuperarme un poco más para poder crear un portal lo suficientemente grande como para que podamos pasar por él. Habréis notado que mi poder va en aumento desde que me liberasteis. Pero hay hechizos que me agotan, y abrir portales no es un tema menor.
—Aprovechemos el tiempo entonces. Dinos, ¿ése era uno de los Señores del Caos?
—En efecto, uno de los más peligrosos, sino el que más. Os diré todo lo que sé sobre ellos, así no os pillarán por sorpresa sus trucos cuando los enfrentemos. Todos hacen uso de la magia de la sangre, pero se han especializado cada uno en una rama de la magia., pero como habréis comprobado ya no necesitan derramarla para la mayoría de sus usos personales. Han aprendido
»Al que Vallathir le ha cortado la mano se hace llamar Sephtanner. Está especializado en la conjuración: bolas de fuego, proyectiles mágicos, escudos mágicos, y otros conjuros de manipulación de la magia como energía palpable. Por ello es el más peligroso; tiene el mayor poder destructor de todos; ya habéis visto de lo que es capaz de hacer. En caso de que tengamos que dividirnos, me encargaré yo de él.
—Parecía que tenía más poder que tú.
—Lo tiene. Aquí y ahora, sí, no puedo negarlo. Yo no estoy en plenitud de facultades. Aquí la Naturaleza está alterada, intoxicada y todavía me estoy recuperando de los cinco milenios inmovilizado. Él, sin embargo, está en su territorio, y el acumulador de energía mágica les proporciona a todos más poder, pues están conectados de algún modo con él. Necesitaré la ayuda de La Purificadora para acabar con Sephtanner.
—Cuenta con ello.
—Podía... Volar...
—Levitaba, de hecho. Volar es bastante más complejo. Aunque no descarto que también pueda hacerlo aquí.
—Mis flechas... Rebotaban en él sin llegar a tocarle. Es la segunda vez hoy que veo eso.
—Lleva aplicado un escudo cinético. No podréis tocarle con armas convencionales. Ni siquiera tus flechas, ahora mágicas, tienen poder para penetrar en escudos mágicos.
—La Purificadora sí pudo herirle.
—En efecto, La Purificadora puede atravesar escudos mágicos. Por eso tenemos que hacerla llegar hasta el artefacto acumulador.

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§


—Sephabaïr, tiene un gran poder telequinético. Puede mover cualquier tipo de cosa sin tocarlas. Su manto plateado, además, tiene el poder de generar el caos y la confusión allá por donde pasa.
»Sephfuzbiel, tiene a la ilusión como una de sus mejores armas, puede adoptar la apariencia de cualquier ser o cosa, ocultarse, volverse invisible a él o a otros. Controla la oscuridad, los vapores oscuros y tóxicos. Posee además un manto de arañas; una malla de seda cubierta de arañas grandes como puños y venenosas como víboras que obedecen sus órdenes telepáticas.
»Sephfamir, es un nigromante que controla los flujos energéticos de la vida y la muerte y es capaz de convocar a los muertos o de debilitar a un adversario con su toque hasta causarle la muerte. Controla también los portales de todo tipo. Éste es el más mortífero, pues no se le puede matar porque ya está muerto.
—Un liche... —murmuró Avanney.
—En efecto, humana. Se trata de un liche; un nigromante que para alcanzar más poder, conocimiento y control sobre la vida y la muerte, opta por morir. Su alma está entre ambos mundos. Sólo La Purificadora de Almas puede hacerle daño real. El único modo de acabar con él es destruir su filacteria; el objeto que ata su alma a los dos mundos. La filacteria seguramente la llevará encima. Puede ser un anillo, un colgante... Cualquier cosa dura, sólida, seguramente metálica. El metal es buen conductor y contenedor de almas.
»Sepherme, es el encantador de objetos. Sabe conferir vida a objetos inanimados y darles poder. Los gólems son obra suya. Puede hacer que una flecha alcance a su propietario después de ser disparada, así que ve con cuidado, niña. También que unas vestimentas pesen mucho para inmovilizar al propietario, que una cuerda se enrolle en el cuello de sus adversarios... Posee un látigo encantado que le obedece.
—No parecen enemigos fáciles de abatir.
—Ninguno lo es. Sin magia o un arma poderosa es prácticamente imposible detenerlos. He estado meditando sobre ello. Quizás lo más sensato sea que luchemos sólo el Portador y yo.
—¡De eso, nada! —protestó Elareth.
—¿Y dónde nos dejarías para estar a salvo? —dijo Endegal—. ¿Aquí sepultados?
—Sería el mejor sitio, sin duda.
—Claro, y si te matan a ti, quedamos enterrados de por vida.
—No había pensado en esa posibilidad. Entiendo que prefiráis morir ahí fuera que aquí dentro. En realidad no sé qué sería más horrible ni tampoco en qué escenario tendríais más posibilidades de sobrevivir.
—No necesitamos tus valoraciones. Sácanos de aquí. ¿Cómo va ese portal?
—Estoy listo, pero necesito una daga.
—Toma la mía. ¿Para qué la necesitas?
—Gracias. Voy a desgarrar el tejido espaciotemporal. Puedo hacerlo con las manos desnudas, pero con un objeto afilado resulta más cómodo.
—¿El tejido qué?
—Silencio. Necesito concentración. No es un asunto baladí y no podemos perder más tiempo en explicaciones que tardaríais años en asimilar.

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El Alto elfo tomó la daga de Elareth, poniendo el filo de la misma entre sus palmas y éstas, en posición de oración. Dijo unos vocablos en una lengua muerta. Sus manos emitieron unos haces de luz de diversos colores que poco a poco se fueron curvando en el aire hasta recaer finalmente sobre la hoja que sujetaba. El filo, como si estuviera cargándose de esa luz, empezó a tomar reflejos iridiscentes. En pocos segundos ya no se podía apreciar el metal de la daga, ni el alabastro de su empuñadura. Ni tampoco la carne de las manos de Yuvilen Enthal. Todo ello era ahora semejaba conformado de pura luz de arco iris. El elfo dijo otras palabras. Tanto sus manos como la daga empezaron a vibrar hasta volverse borrosas. Eligió un punto en el aire, delante de él, aparentemente al azar y acercó la hoja iridiscente lentamente.

Al principio parecía que esa lentitud estaba premeditada, y quizás así fuera, como si intentara matar a un monstruo invisible apuñalándolo tan despacio que aquél no se diera cuenta. Pero pronto el lento esmero devino en claro esfuerzo. El Hechicero Supremo apretaba ya con las dos manos, como si el invisible monstruo tuviera una piel tan dura y correosa que el puñal más afilado tardaría años en penetrarla. En efecto, algo invisible, quizás una especie de barrera imperceptible a los ojos de los mortales, se resistía al avance de la daga lumínica. Instantes después algo cedió. Un punto de luz se sumó al lugar en donde la punta de la daga hacía presión. El punto se alargó verticalmente y la punta de la daga se hundió en él. Yuvilen Enthal movió la daga arriba y abajo repetidas veces. Ni la daga ni sus manos dejaron de vibrar un instante. Cuando consiguió una ranura vertical lumínica de la altura de una persona, retiró la daga y la lanzó al suelo. Al tocar ésta el suelo, dejó de vibrar y de emitir aquella luz. Sin embargo, las manos del hechicero seguían de la misma guisa e introduciéndolas en la ranura, empezó a forzarla, a abrirla, como quien desgarra unas ropas viejas para hacer trapos. Cuando creyó tenerla lista se apartó de ella unos instantes. Sin tocarla, realizó movimientos circulares y la brecha obedeció; algo en sus contornos seguía el movimiento circular, y fue acelerándose cada vez más.

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—El portal está listo —dijo, admirando su obra y recogiendo la daga del suelo—. Salgamos de aquí.
El aspecto del portal era muy distinto de lo que habían imaginado los demás. Se presentaba como un desgarro en una túnica, con unos bordes que oscilaban de luz blanca tan intensa que dolía la vista. Algo seguía girando a gran velocidad por el contorno. En la zona cercana a esos bordes, por fuera, se podía ver un efecto lente, deformando la realidad. En su interior lo que se apreciaba era una superficie titilante, mezcla de colores diversos que se alternaban en posición e intensidad.
—Imaginaba el portal redondo y que se podría ver a través de él el mundo del otro extremo.
—Y seguro pensabas que se creaba con una palabra mágica sin esfuerzo ni energía. Sí, eso facilitaría mucho las cosas. Dejad de leer cuentos para niños; esto es serio. Quien quiera pasar a través de él que no toque los bordes incandescentes o quedará desmembrado. Esa luz es ahora el filo más poderoso del universo, pues es justo el contorno de nuestra realidad. Nuestro espaciotiempo es como un cristal transparente. Esta brecha es el cristal roto. Mientras no toques los bordes puedes pasar al otro lado sin cortarte. ¿Lo habéis entendido?
—¿Cómo sabemos que el otro extremo no se ha abierto dentro de la misma roca?
—No puedo asegurarlo al ciento por ciento. Tendréis que confiar en que recuerdo bien las coordenadas del lugar donde estuve prisionero tanto tiempo.
—¿Estará abierto mucho tiempo?
—El suficiente. Por suerte es más difícil abrirlo que mantenerlo abierto y estable. Se cerrará cuando yo diga o yo muera. No obstante, no voy a derrochar energías esperando a que os decidáis a salir o no. Cerraré el portal al poco de traspasarlo, así que no dudéis en pasar, pues ya hemos perdido mucho tiempo.

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En ese momento notaron una vibración que fue en aumento. Como un pequeño terremoto. Las rocas sobre sus cabezas crujieron y empezaba a caer arenilla.
—¡Vamos!
Tras decir esto, el hechicero se lanzó a través del portal. Los demás le siguieron sin demora.

Aparecieron justo dónde esperaban; en la cámara donde Yuvilen Enthal había estado prisionero. Los cables que otrora le habían sujetado y succionado la sangre seguían moviéndose como serpientes hambrientas en busca de sustento.
Detrás de ellos estaba el portal, de idénticas características. Yuvilen Enthal hizo un gesto y los bordes del portal dejaron de girar rápidamente, perdiendo velocidad. Los bordes entonces ondularon tres veces; a la cuarta, la grieta se encogió rápidamente hasta formar un punto de luz, y luego éste desapareció. A su alrededor, la realidad pareció distorsionarse como el reflejo de un paisaje en la superficie de un estanque tras lanzar una piedra, hasta que ésta se quedó lisa y nadie podría asegurar que allí había existido un portal con anterioridad.

La vibración había aumentado. El Alto Elfo corrió hasta la puerta y los demás le siguieron.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Avanney al alcanzarle.
—Ha empezado —dijo el hechicero—. La gran invocación. El portal hacia los dominios de Ommerok.
Se asomaron al fondo. Los tres enormes círculos concéntricos de piedra estaban girando en direcciones opuestas. Sobre ellos caía un chorro de energía pura emitido por el acumulador de magia. La circunferencia interior también giraba y sus innumerables símbolos grabados se iluminaron de un color rojo sangre. Los Señores del Caos se repartían a lo largo de la circunferencia y, aunque sus voces no llegaban hasta ellos, era evidente que estaban entonando unos cánticos.
—¡Se nos acaba el tiempo! ¡Tengo que construir un portal que nos lleve al Portador y a mí hasta el artefacto y destruirlo!

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Puso la daga entre sus manos y éstas en posición de oración. Abajo, los círculos giraban más deprisa. Yuvilen Enthal dijo los vocablos en la lengua muerta. Sus manos emitieron unos haces de luz de diversos colores que poco a poco se fueron curvando en el aire hasta recaer finalmente sobre la hoja que sujetaba. Abajo, los círculos giraban más deprisa. El filo, cargándose de esa luz, tomó reflejos iridiscentes. Abajo, los círculos giraban todavía más deprisa. Toda la daga, así como las manos del Alto Elfo, parecía conformado de pura luz de arco iris. El elfo pronunció otras palabras y tanto sus manos como la daga empezaron a vibrar hasta volverse borrosas. Abajo, los círculos giraban a una velocidad endiablada. Acercó lentamente la hoja iridiscente sobre un punto en el aire, frente a él. Abajo, los círculos giraban tan deprisa que formaban todos ellos un borrón. Los símbolos iluminados de rojo sangre daban ahora otro dibujo circular y la vibración tomó de pronto unos tonos mas graves y pesados. Yuvilen Enthal apretaba ya con las dos manos sobre la daga, dispuesto a rasgar el tejido de la correosa realidad. Esa realidad empezaba a ceder. Abajo, un punto luminoso emergió del medio de la circunferencia. Un haz de luz vertical llegó hasta la neblina del pantano, allá arriba. La daga finalmente penetró la barrera de la realidad. Un punto de luz emergió donde la punta de la daga hacía presión. Abajo, el punto de luz crecía rápido hacia una circunferencia de bordes de luz y su superficie se tornó oscura y burbujeante; rayos como de tormenta chasqueaban por encima. Los Señores del Caos se retiraron de sus puestos; su trabajo estaba hecho. El nigromante pareció percatarse de algo y levitó hacia el acumulador de magia. La punta de la daga se hundió en el tejido espaciotemporal. Yuvilen Enthal intentó mover la daga arriba y abajo repetidas veces, pero no pudo. Al otro lado, el nigromante sujetaba la hoja iridiscente con las palmas de sus manos. Recitó algo y rompió la daga. El Alto Elfo cayó de espaldas, despedido por la explosión de luz. La brecha se reparó y desaparecieron todos los vestigios del portal.

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—¿Qué ha ocurrido?
—Han saboteado mi portal antes de que pudiera crearlo. Han descubierto nuestros planes. No podremos llegar hasta allí a tiempo.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—Huir... O morir contemplando el horror.

Abajo, el círculo de bordes lumínicos había alcanzado ya su máximo tamaño, acaparando toda la superficie central. De su burbujeante interior empezaron a emerger unos oscuros y gigantescos tentáculos que eran acariciados por los rayos eléctricos. Éstos empezaron a tantear el terreno de lo que iba a ser su nuevo hogar, su nueva realidad. Donde tocaban, destruían, no sólo por el impacto y la fuerza de su peso, sino porque parecían emanar como un ácido corrosivo que todo deshacían.

Algoren'thel, Avanney, Yuvilen Enthal... Todos estaban paralizados viendo la inconmensurable figura que seguía emergiendo del averno. El origen de los tentáculos fue apareciendo, una masa esférica que subía... Tenía a su vez un par de esferas lechosas que eran, sin duda, los ojos de aquel ser. La cabeza ya estaba por completo en esta realidad. Ocupaba la mitad de la fosa. La enorme cabeza viró y los ojos de Ommerok les atravesaron. Había percibido a La Purificadora de Almas y parecía decidido a destruir a quienes la custodiaban. El arma del paladín brillaba furiosa, desafiante.

Un chillido emanó entonces del cielo, rompiendo el embrujo. Una sombra alada se precipitaba hacia ellos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Endegal.
—La caballería —dijo Avanney.

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§


¡Libre al fin!, gritó Ankalvynzequirth el Rojo. Su plan había resultado a las mil maravillas. ¿Su plan? Bueno, tenía que concederle gran parte del mérito a aquella humana, que había cumplido su parte del trato. A cambio de dejar salir a los enanos que el dragón tenía presos bajo la montaña, aquella bardo le había prometido que los otros enanos usarían el Pico de Haîkkan para liberarle a él. Pero había otra parte del trato que no pensaba cumplir en absoluto. Le había prometido a la humana que cuando fuera liberado no causaría daño alguno a los habitantes de las colinas rojas. Ni enanos ni hombres. La humana pensaba que la palabra de un dragón era sagrada.

¡Estúpida! Le demostraría lo equivocada que estaba. Dio un par de pasadas e incendió el bosque entero. Se comió ganado y caballos y algún que otro hombre y enano, pero no quiso entretenerse. ¡Algo de picar antes del viaje!, se dijo, y partió raudo hacia el Pantano Oscuro, otrora llamado el Pantano de la Bruma. Sabía bien que las zalameras palabras de aquella bardo lo único que intentaban era ponerle a él contra la Hermandad del Caos, dándole a entender que los del emblema de la serpiente habían matado, o hecho matar, a Dernizyvalath el Verde, haciendo uso de una espada mágica de un poder inconmensurable, capaz de atravesar la armadura de escamas y el cráneo de un dragón. El razonamiento era en cierto modo plausible pues, ¿quién si no era capaz de crear un arma de esas características? Y las pruebas, al menos de la muerte del dragón, eran irrefutables. Era el diente de Dernizyvalath sin duda alguna lo que aquella mujer usaba como cuerno de batalla. ¿Por qué permitieron que él, señor de dragones, estuviera inmovilizado bajo la roca durante más de cinco milenios? ¿Por qué justo ahora quisieron liberarle?

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No se creía del todo que los Señores del Caos se rebelaran contra los dragones, sus aliados más poderosos, aunque también era probable que precisamente por eso, quizás decidieron eliminarlos y prescindir de sus servicios. Porque los dragones eran ingobernables y, llegado el día, podrían dejar de ser aliados. Quizás acabaran con Dernizyvalath porque aquél no quisiera cumplir una orden directa y se temieron una rebelión. O quizás fueran otros los responsables, no podía saberlo, pero la humana había conseguido sembrar en él la semilla de la duda. Y tenía que despejarla.

Podría haber ido al reino de Hyragma, pero sabía que seguramente hallaría los vestigios y las pistas que la mujer le había indicado. Sí. Si la mujer era tan inteligente como parecía, de haber elaborado una mentira, se habría asegurado de que tuviera partes de verdad. Ir a Hyragma era perder el tiempo. Lo que tenía que hacer era ir directamente a la guarida de la Hermandad Seph y averiguar las cosas por su cuenta. Y eso hizo. Se quedó observando justo encima de la enorme sima, volando en círculos muy por encima de la niebla, para asegurarse de que no fuera visto. Él, sin embargo, poseía una visión y oídos mucho más profundos que cualquier ser vivo. Y vio y oyó suficiente.

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Reconoció a la humana, que se hacía llamar Avanney, entre un elenco de personajes curiosos: un elfo que reconoció rápidamente, pues ya le había visto en el momento de su despertar en la montaña. Un semielfo mutilado. Un hechicero elfo de gran poder, aunque podría aplastarlo con una de sus patas sin mayor problema. Una elfa con un carcaj mágico que disparaba flechas que no llegarían ni a tocarle. Y un humano con una espada de gran poder; la espada mata dragones, pues era exactamente la misma que los grabados de la mujer bardo le había enseñado. La empuñadura era la misma. Pero no fue eso lo que le perturbó. Al ver la invocación que se estaba realizando vinieron a su mente los temores más profundos. ¡Ommerok aquí! ¡No! ¡Sería el fin!

En efecto, sabía de buena tinta que con el Dios del Caos y la Destrucción en este mundo, sus días de tranquilidad habían acabado. El dios negro era muy capaz de someterle o matarle y, en el caso de que pudiera huir o esconderse de él, el mundo que dejaría a su paso sería tan desastroso que un dragón no encontraría placer ninguno. ¡No! El mayor poder en este mundo debería continuar siendo el de un dragón. La venida de Ommerok sólo traería la destrucción más absoluta. Tenía que impedir eso, ahora que todavía estaba a tiempo.
Se lanzó en picado.

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—¿Un dragón? —preguntó Vallathir—. ¡Lo que nos faltaba!
—Si mis cálculos no fallan, es posible que nos ayude —dijo la bardo.
—¡Ankalvynzequirth! ¿Has liberado al dragón para que venga aquí? ¡Estás loca!
—Puede que lo esté.
—¿Liberaste al dragón? —preguntó el Alto Elfo—. Ahora entiendo. Buena jugada, bardo. Es posible que te salga bien, aunque no sé si llega demasiado tarde. Ommerok es un dios y, por tanto, un enemigo insuperable incluso para un dragón.

Observaron el descenso del dragón con atención. Se dirigía hacia ellos sin duda alguna. Retrocedieron hasta adentrarse de nuevo en la sala del prisionero. Vallathir mantuvo la Purificadora delante, Yuvilen Enthal preparaba un escudo mágico. Pero antes de llegar hasta ellos viró violentamente rozando las paredes de la sima. Logró así primero no desvelar de primeras a Ommerok cuál era su principal objetivo y después mantenerse lo más alejado posible de sus tentáculos. Algunos de aquéllos todavía podrían alcanzarle, pero era más complicado. Pudo esquivar hasta tres de ellos antes de llegar hasta el acumulador de magia. El nigromante se interpuso en su camino, pero se deshizo de él carbonizándolo. Se pudo observar el esqueleto del Señor del Caos debatirse entre las llamas y caer al suelo. El dragón atravesó sin dificultad el escudo mágico y cogió sin demora el artefacto acumulador con sus patas. Lo arrancó de su sitio y se lo llevó volando hacia arriba, lejos de los tentáculos de Ommerok. Pero tuvo un error de cálculo. El peso del artefacto era mayor de lo esperado. Podría ser presa fácil. Lanzó la máquina acumuladora dentro de un túnel grande que vio, asegurándose de que quedara fuera del alcance de los tentáculos de Ommerok y remontó el vuelo.

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—¡Lo consiguió! —gritó Avanney.
Los demás se alegraron, esperanzados.

Pero del abismo acabó de surgir por completo uno de los brazos del Dios Destructor. Su garra, de cuatro dedos membranosos, agarró al dragón como si fuera una rata voladora. La garra se cerró y los huesos del dragón crujieron como vulgares bastoncillos.

—¡Ha matado al dragón de un suspiro! —exclamó Algoren’thel—. ¡Su poder es inconmensurable!
Ante el asombro de todos, Avanney dijo:
—Su muerte no ha sido en vano. Con un poco de suerte...

En efecto, el portal dimensional, cuando dejó de recibir la energía mágica del acumulador se resintió. Los tres círculos concéntricos empezaron a decelerarse. Ommerok pareció dudar si tendría tiempo para salir antes de que colapsara la grieta dimensional. Decidió que no, que era mejor retirarse.

De repente, una flecha se le clavó en un ojo. Luego otra y otra más. No le hacían ningún daño, pues éstas se deshacían al contacto con su piel, o su córnea, en este caso, y las asimilaba en su metabolismo divino sin mayor problema. Pero le herían el orgullo. ¡Osada elfa! Pero no tenía tiempo para represalias, se le acababa.

—¿Lo ves, Endegal el Ligero? He cumplido mi profecía. Viviremos muchos años juntos, aunque tuviera que clavarle una flecha en el ojo de Ommerok. ¡Tres le he clavado!

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Ommerok volvía a su mundo, más despacio de lo que hubiera querido. Los viajes interdimensionales no permitían que ciertas masas superaran ciertas velocidades en el vórtice. Los círculos de piedra se detuvieron. Los bordes luminosos del portal oscilaron una vez, dos veces, tres... La cabeza del Dios del Caos se sumergió. A la cuarta oscilación el portal colapsó a una velocidad inaudita, cortándole al dios a su paso dos tentáculos y la garra cerrada con Ankalvynzequirth aplastado en su interior.

Los Señores del Caos enfurecieron. También el Nigromante que, renacido de sus cenizas como había predicho Yuvilen Enthal, no podía morir, ni siquiera por el hálito de un dragón capaz de fundir las rocas. El trabajo de cinco milenios pulverizado en un instante. Tanta espera para nada. Un dragón se había encargado de desmontar sus planes. ¿Por qué un dragón, antaño aliado, había obrado de aquel modo? Fijaron los cinco sus miradas en los intrusos. Ellos tenían la culpa de todo. Pagarían con ello. Como si fueran un solo hombre, levitaron al unísono, superando en altura a sus enemigos. Sus cinco voces se escucharon a la vez en las cabezas de los elfos y hombres que les enfrentaban.

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Malditos mortales
Malditos todos
Pagaréis con creces vuestra intromisión
Mataremos todo aquello que deseéis
Sufriréis, vosotros y vuestros congéneres
Más allá de la muerte
Nos encargaremos

Uno de ellos se adelantó. A Vallathir no le hizo falta saber que era Sephfamir, el nigromante, el liche. La Purificadora de Almas aullaba como loca con él, pues era la personificación misma del mal, por encima incluso de sus cuatro compañeros. A él se dirigió.

Portador de la Espada de la Luz
Yo te reto a un duelo singular
Si logras atraparme.

—No caigas en sus provocaciones, paladín —le dijo el Alto Elfo—. Juntos podemos derrotarle, por separado no. Y lo sabe. A cada uno de ellos.

Vallathir no dijo nada. Sólo escuchaba y miraba fijamente a su objetivo.

El nigromante se separó de los otros cuatro, posándose sobre las rocas del derrumbe provocado por su compañero Sephtanner poco antes y conjuró un portal con las manos desnudas. Obviando la daga, el procedimiento era bastante parejo al que había realizado antes Yuvilen Enthal, aunque parecía que no le suponía tanto esfuerzo.

Portador de la Espada de la Luz
Sígueme y verás como destruyo
al pueblo de los elfos.

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El linaje de los elfos del bosque
termina hoy bajo las oleadas de muerte
que traerá mi mano.

—Bernarith'lea... —susurró Endegal.
—¡La visión! —recordó Elareth enseguida—. ¡Oleadas de muerte! ¡Va a destruir Ber'lea!
—¿Lleva ese portal al poblado de los elfos, demonio? —preguntó Vallathir.
Sephfamir no dijo nada, sólo rió. Su risa terminó cuando cruzó el portal.
Vallathir corrió hacia allí sin mirar atrás, escalando las rocas del desprendimiento para llegar hasta el portal.
—¡Estúpido humano! ¡Espera! —gritó el Hechicero Supremo mientras intentaba retenerle saliendo tras él.

Pero en ese instante se levantó un muro de hielo entre ambos. Yuvilen no tuvo más remedio que frenarse. Observó a Sephtanner con la palma de la mano al frente y corroboró que había sido él quien había conjurado el muro para que no alcanzara al paladín. Yuvilen levitó entonces para sortear el muro gélido, pero ya era demasiado tarde, pues apenas pudo ver ya al paladín cruzar el portal. Lo peor, fue cruzarlo, y los contornos del portal oscilaron, cerrándose tras él. En ese instante de estupor de todos al ver que habían perdido al paladín y La Purificadora de un plumazo, el conjurador dijo unas palabras y tres anillos de energía verde rodearon a Yuvilen Enthal. Cerrando el puño el Señor del Caos, consiguió que los anillos se redujeran y aprisionaran al Alto Elfo cual si tres lazos fueran, atándole de pies y manos. Como si estos anillos pesaran toneladas, arrastraron al hechicero hasta el suelo, haciéndole caer al vacío.

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Elareth, Endegal, Avanney y Algoren'thel se vieron entonces frente a los tres Señores del Caos restantes, sin saber cómo iban a enfrentar a tan poderosos seres sin sus dos mejores bazas lejos de ellos. Tres voces demoníacas sonaron al unísono en sus cabezas.


Vosotros, insectos, sois demasiado insignificantes.
No merecéis nuestra atención.
Moriréis ahora como perros.
Despellejados por una manada de orcos.

El río de orcos y otras bestias que todavía quedaban en la parte alta del camino recibieron la orden y se movilizaron con furia para llegar hasta sus víctimas y despedazarlas.

—¡Maldición! —masculló Algoren'thel apretando fuerte a su cayado Galanturil con sus manos—. ¡Sin el hechicero estamos muertos!
—¡Venderemos caras nuestras pieles! —exclamó Elareth disparando sus dardos y abatiendo a los enemigos más cercanos.
—¡Descendamos por las rocas! —sugirió Endegal, a sabiendas de que era como agarrarse a un clavo ardiendo.

Avanney asintió. En las rocas al menos no se tendrían que enfrentar a todos de golpe y tal vez alguno de ellos podría salvar el cuello si lograba esconderse de la mirada de sus enemigos, cegada por la sed irracional de sangre y del mandato de sus señores.

17. La gran invocación

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—Ligero como la brisa —murmuró el semielfo.
Un viento suave agitó los pliegues de su manto mágico escarlata y se dispuso a realizar el complicado descenso con una mano menos que sus compañeros, pero con su peso reducido notablemente. El resto le siguió rápido, salvo Elareth que no cesaba de abatir alimañas.
—¡Vamos! —le apremió Endegal, a lo cual se les fue acercando deprisa, pero sin perder el ritmo de disparos.

Justo entonces, cuando ya estaban prácticamente en los riscos, por delante de ellos se levantó un enorme y grueso muro de fuego, cortándoles el paso. Se detuvieron en seco. Miraron hacia arriba. Los tres Señores del Caos reían tras haberles cortado la única salida que les quedaba. Acto seguido, bajaron hacia el fondo, desapareciendo de su vista. Seguramente irían a ayudar a Sephtanner contra Yuvilen Enthal, o tal vez simplemente a contemplar el magnífico espectáculo de esa lucha en la que su compañero de Hermandad tenía todas las de ganar.

17. La gran invocación

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal