La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

23
La canción de Hielo y Fuego

Elareth disparó tres flechas seguidas contra Sephabaïr, pero el Señor del Caos las desviaba sin esfuerzo aparente. Recordó las palabras de Yuvilen Enthal; sus armas estaban muy bien para enfrentarse a orcos y otras bestias, pero con los Señores del Caos iban a ser del todo inútiles. De Sephabaïr sabían cuál era su especialidad; podía mover cosas a distancia con el poder de la mente. Fueron testigos de ello cuando les lanzó una ráfaga de piedras que parecían arrastradas por un huracán, pero con la particularidad de que allí no soplaba ningún viento ni tampoco describían obligatoriamente trayectorias rectilíneas.
Elfa y semielfo corrieron a resguardarse detrás de una roca.
—Nuestras armas no sirven —dijo ella—. Ni siquiera podemos acercarnos a él.
—¿Acercarnos? Ni siquiera sabemos si nos conviene un cuerpo a cuerpo. Si tiene un escudo cinético de esos no podremos ni golpearle con los puños.
—Entonces sólo nos queda huir.

Vieron que cerca había una cueva. Corrieron hacia allí. Sabían que su única opción era esconderse.

Corred, insensatos, corred.
Y ahora, venid a mí.

Alargó sus brazos hacia ellos y de pronto una fuerza invisible empezó a frenarlos, a tirar de ellos. Instintivamente, se echaron al suelo y se agarraron a cualquier piedra incrustada que les impidiera moverse contra su voluntad. Pero el Señor del Caos iba ganándoles la partida. Cuanto más cerca los tenía más poder parecía tener. En un acto desesperado, Elareth, desde el suelo, se revolvió, cargó su arco y le disparó una flecha. Sephabaïr la desvió a tiempo, tal y como había hecho antes, pero eso le obligó a soltar a sus presas un instante. La elfa se percató y siguió disparando flechas sin parar. Gracias a ese respiro, pudieron levantarse y correr hacia la cueva. Endegal llegó sin problemas. A Elareth, que todavía disparaba, Sephabaïr consiguió arrebatarle el arco, lanzándoselo lejos de su alcance. Atravesaron ambos fugitivos finalmente el umbral y se escondieron dentro de la cueva. Afuera todo se oscureció también y no llegaron a saber el motivo.
—Tengo una teoría —dijo Endegal en voz baja—. No debe de ser tan invulnerable si necesita desviar tus flechas.
—Sí, yo también estaba pensando en eso.
—Si tuviera aplicado un escudo cinético como los que hemos visto antes, las ignoraría por completo y éstas resbalarían sobre su cuerpo.
—Fíjate ahora. Duda de si entrar o no aquí, a por nosotros.
—Puede desviar las flechas, sólo si las ve.
—Pero ya no puedo lanzarle flechas.
—Pero tenemos otras armas.
—Si le atacamos por sorpresa…

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Avanney se vio de pronto acorralada por los Señores del Caos llamados Sepherme y Sephfuzbiel. Sepherme tenía rasgos femeninos y era quien había convocado al gólem de tierra arcillosa que ahora estaba ocupado con Algoren’thel. Echó su mano a la parte de atrás de su cintura y le mostró una especie de aro enrollado. Cuando lo desenrrolló, quedó patente que se trataba de un látigo. La punta del mismo tenía tramos metálicos. Se movía de forma extraña, antinatural. Parecía tener vida propia, como una serpiente.
Sephfuzbiel desenvainó dos cimitarras que relucían con luz propia. Una en rojo, la otra en azul. Sin duda poseían algún tipo de magia.
Avanney puso a las Dos Hermanas de Hyragmathar cruzadas frente a ella, esperando a la defensiva el primer ataque. Fue el látigo el primero que quiso morder la carne, o mejor dicho, el primero que llegó, dada la distancia que todavía separaba a los contendientes. Impactó con las espadas cortas varias veces, y el choque metálico hizo desprender multitud de chispas. Los azotes del látigo encantado iban con tanta furia que Sephfuzbiel prefirió no meterse en el área de influencia del arma de su hermana y recibir un doloroso latigazo. Esperó a ver el resultado. Avanney, no sin dificultad, fue repeliendo los ataques conforme pudo. Sepherme bajó el látigo, dándole un respiro. Levantó la otra mano y dijo:

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Te defiendes bien, humana.
Veamos cómo lo haces ahora
con esas espadas que no desean ser empuñadas.

Avanney notó como una pequeña vibración en las empuñaduras de sus espadas cortas y poco después, éstas se le cayeron de las manos. La bardo se afanó a recuperarlas, pero las espadas se desplazaban como repelidas por el mero contacto de sus dedos. Le era del imposible empuñarlas de nuevo. El látigo restalló en el aire, hambriento de sangre. Restalló por segunda vez. El sonido helaba la sangre. La tercera fue a por su víctima, desarmada.
Avanney interceptó el golpe con el metal de sus brazaletes. Aquello enfureció a Sepherme y descargó una ráfaga de siete latigazos consecutivos, de los cuales dos llegaron a morder brazo y muslo de Avanney, creándole dos serias heridas que le obligaron a hincar rodilla al suelo.
Sephfuzbiel pasó su mano por el rostro y, de pronto, todo se oscureció. Al fondo apareció Ommerok, con su oscuro cuerpo acariciado por descargas eléctricas y sus tentáculos destrozando cuanto tocaban. Fijó su mirada en la bardo.
Avanney hizo una mueca de horror.

Hermana, déja que me divierta yo ahora.

Tu turno, Sephfuzbiel.

Sephfuzbiel entrechocó sus dos cimitarras. Lo que vio y oyó Avanney no le gustó en absoluto.

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

El monstruo recibía múltiples golpes de Galanturil, pero éste sólo le dejaba simples marcas sobre su masa arcillosa. El elfo se cuidaba mucho de no ponerse al alcance de las manos de su enemigo, pues lo despedazaría con su fuerza descomunal. Insistía en golpearle tantas veces como pudiera con su cayado endurecido, pero no surgía el menor efecto. Ni siquiera servía para parar los ataques del gólem, pues éste los ignoraba por completo. Todavía tenía flechas de Elareth clavadas en la espalda. El gólem, finalmente lo acorraló contra la pared. El Solitario sólo tenía una salida: escalar; así que se colocó el cayado a la espalda y se dispuso a trepar agarrándose de piedras y hundiendo sus dedos sobre la tierra arcillosa como si fueran garras.
Para su asombro, el gólem le seguía sin demasiadas dificultades. Aparentemente pesado, lento y poco preciso, el monstruo parecía bastante cómodo trepando por una superfície que era igual a su propia carne, como si la tierra atrayera a la tierra y le ayudara en su ascenso.

De pronto, todo se oscureció. Al fondo pudo ver a Ommerok dirigiéndole la mirada.

—¿Qué locura es ésta? —musitó aterrado.

Pero no tuvo más remedio que centrarse en la criatura que le perseguía y le comía terreno. Se apresuró. El elfo trepaba más rapido, pero llegaría a un punto donde él se estancaría por falta de apoyos y el monstruo le daría alcance. El gólem le seguía a poca distancia con la boca abierta, como queriendo arrancarle un pie de un mordisco. Tuvo entonces una idea.
Liberó una de sus manos para agarrar a Galanturil. Liberó la otra y se dejó caer en dirección al gólem, ambas manos aferradas a su cayado. El gólem lo esperó con las fauces abiertas y se encontró con que el elfo le introdujo a Galanturil en la boca. Algoren’thel desconocía si aquel ser tenía estómago o siquiera esófago, pero lo cierto es que algo debía tener, al menos una cavidad suficientemente profunda, pues consiguió introducirle unos dos tercios de su cayado. Eso le expuso demasiado. Aún con el bastón en la boca cual fakir de feria ambulante, el gólem no perdió de vista al elfo y lo atrapó entre sus brazos. No parecía importarle el hecho de que no podía bajar la cabeza, pues Galanturil era demasiado duro como para partirlo en esas condiciones. La tierra de la pared aferraba los pies del monstruo de tal manera que no necesitaba los brazos para mantenerse en la vertical sin caer. El elfo estaba perdido. Eso es lo que cualquiera hubiera pensado al ver la escena. Cualquiera que no supiera de las cualidades del cayado mágico del elfo solitario, por supuesto. Al tener las runas de uno de sus extremos sepultada por tierra, Galanturil empezó a ramificar sus raíces y a crecer desde dentro del gólem. La criatura apenas tuvo tiempo para estrujar al elfo. Lo soltó en el momento en el que el bastón obturaba ya toda su garganta e intentó sacárselo sin éxito. Gólem y elfo cayeron al suelo. El solitario observó al ser debatirse en el suelo contra un roble que le le crecía desde el interior de su cuerpo. Empezaron a salir ramas con tallos verdes de aquella boca, de la nariz, de las orejas, de los ojos. La cabeza se rompió. El crecimiento inexorable del árbol acabó por reventar por completo el cuerpo del monstruo.
El roble resultante llegó a extender sus raíces hasta el propio suelo. Aunque quedó algo inclinado, no dejó de quedarse un roble espléndido rodeado de tierra arcillosa.
El elfo se levantó penosamente y, recuperando el aliento, llegó hasta el árbol. Tocó su tronco con la palma de la mano y le ordenó volver a su estado de bastón.
—Me has salvado la vida, Galanturil. Otra vez.

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Sepherme se percató enseguida de la derrota de su creación. Estando Avanney herida y desarmada, la dejó en manos de su hermano Sephfuzbiel y fue a por Algoren’thel.

Sephfuzbiel entrechocaba sus cimitarras mientras se acercaba a la bardo. Esquirlas de hielo y llamaradas de fuego aparecían en cada choque. El sonido resultante no era un tañido típico entre metales nobles, sino algo que recordaba a gritos agónicos.

Te presento a Hielo y Fuego.
Te van a cantar una bonita canción, bardo.

A Avanney le sorprendió lo que vio casi tanto como que aquel Señor del Caos supiera cuál era su oficio. ¿Simple deducción o elaborado espionaje? No tuvo tiempo de pensar en ello, tenía que dedicar todos sus sentidos ahora a la vil supervivencia.
Sephfuzbiel se abalanzó contra ella y ella interpuso sus brazaletes reforzados con hierro forjado. Cada choque con la cimitarra de filo azulado emitía afiladas esquirlas de hielo en su dirección. Cada vez que lo hacía contra la del filo de aura rojiza, emitía breves llamaradas que la cegaban y la chamuscaban. Era complicado defenderse en aquellas condiciones. Luchaba casi a ciegas mientras recibía ataques de frío y calor simultáneos. En uno de los ataques de Fuego, se le incendió el manto. Se lo quitó al mismo tiempo que esquivaba y paraba más sablazos. Lo usó como arma arrojadiza contra el Señor del Caos, pero éste lo partió en el aire con un revés de Hielo y el manto en llamas acabó en el suelo semi congelado.
La bardo logró apartarse lo suficiente como para tomar un respiro. Miró sus brazaletes. Uno estaba casi congelado. El otro casi al rojo vivo. Ocurría así porque cada uno de ellos recibía la mayoría de los golpes de una de las armas. Sephfuzbiel sonrió. Cambió de manos las cimitarras. Avanney adivinó la intención, pero no pudo hacer nada al respecto. En los siguientes ataques, los brazaletes recibieron golpes de temperaturas completamente opuestas. El choque térmico acabó por quebrar el metal de ambos brazaletes casi al mismo tiempo, cayendo algunos pedazos al suelo.

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Ahora sí estás completamente indefensa, bardo.
¿Te apetece cantar?

Entrechocó de nuevo sus cimitarras y los gritos de agonía de las espadas volvieron a los oídos de la bardo como si estuvieran torturando almas en pena dentro de su cabeza. Llevó sus manos a sus oídos para acallarlos, pero no servía de nada. El Señor del Caos se dirigió hacia ella con decisión. Avanney tuvo que retroceder para esquivar las cimitarras. Una vez, dos veces… Al final optó por correr, pues no tenía más opciones. Sephfuzbiel la persiguió. Avanney le sacaba terreno, pero de pronto apareció delante de ella un dragón negro, imponente, con las fauces abiertas. Echó la vista atrás, y vio al Señor del Caos comerle terreno. Avanney ignoró el dragón y lo atravesó.

—Sephfuzbiel, tus trucos pierden fuerza cuando uno sabe que tu especialidad son las ilusiones. Tendrás que esforzarte más.

La bardo llegó hasta donde quería. Sus espadas. Probó de cogerlas, pues intuía que el encantamiento de Sepherme podría haber terminado. Al intentar cogerlas, éstas se convirtieron en serpientes e intentaron morder sus manos. Avanney retiró las manos la primera vez. Luego recogió a las Dos Hermanas sin mayor problema. Ya no eran serpientes.

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—Otro truco barato —le espetó.

¡Suficiente para alcanzarte, humana insolente!

Era cierto, Sephfuzbiel ya estaba encima de ella, lanzando dos estocadas paralelas. Avanney interpuso sus espadas, desviando las cimitarras. Hielo y fuego fueron despedidos hacia los laterales en los roces entre los filos de las cuatro armas.

—Pero ahora ya no estoy desarmada, ilusionista. Podemos ver quién de los dos es más hábil en el combate a dos espadas. Te aseguro que soy especialista en este campo.

Avanney hizo unos movimientos marciales que demostraban su enorme habilidad con Las Dos Hermanas de Hyragmathar. Acabó con ambas puntas apuntando hacia cabeza y corazón del Señor del Caos. Éste, poco impresionado empezó a frotar los filos de Hielo y Fuego y las armas empezaron a cantar y a escupir llamaradas y esquirlas de hielo. Avanney rompió inevitablemente su postura al oir aquello y Sephfuzbiel aprovechó para atacarle. Frotaba sus armas contínuamente para desconcentrar a la bardo y de vez en cuando le lanzaba estocadas que Avanney detenía con dificultad. Tras lograr un respiro, vio que tenía partes de su cuerpo chamuscadas y otras semi congeladas o con cortes derivados de las esquirlas que le lanzaban aquellas dos espadas endemoniadas. Sus espadas empezaban a notar los choques térmicos. Se romperían en pedazos si la cosa seguía así.
Se concentró, intentando ignorar los chillidos agónicos que de forma intermitente sacudían su cabeza, pensando en los movimientos que el Señor del Caos utilizaba para atacarle. Vicios. Patrones. Es inevitable. Todos los espadachines tienen vicios, formas de atacar que aprenden y repiten hasta la saciedad. Un buen espadachín intenta aprender decenas de esos movimientos y utilizarlos de manera variada justamente para que su adversario no prevea por dónde van a ir los golpes. Avanney se sabía más de cien formas de atacar. Sephfuzbiel apenas cuatro. Era normal, pues su condición de hechicero de la Hermandad del Caos con espadas mágicas no le daba oportunidad de enfrentarse a diario con espadachines expertos en igualdad de condiciones. No necesitaba perfeccionar su arte. Era, pues, previsible. Es más, sólo con el primer movimiento se podía saber cuál de los cuatro iba a ejecutar. El problema era detener las cimitarras y no tragarse llamaradas o hielo que podían llegar a ser igual de mortales. El fuego y el hielo sólo salían despedidos en los choques. Tenía que romper su defensa sin tocar los filos, o bien tocarlos en la dirección correcta. Trazó en su mente cuatro coreografías distintas, uno para cada una de las cuatro formas de ataque de su enemigo. Sephfuzbiel atacó con Hielo en alto y Fuego cruzada delante de él.
La tercera, pues, pensó la bardo. Cerró incluso los ojos. Baja Hielo y cruza con Fuego. Chillidos. Llamaradas y esquirlas al frente. Llegan ahora, pero me he desplazado rodando a la izquierda y no me alcanzan, poniéndome de perfil a él. Los brazos en cruz, la Hermana Derecha le apunta al rostro, él intenta lanzar a Fuego contra ella para lanzarme llamaradas y luego a Hielo para continuar con la fatiga térmica, pero la retiro enseguida y doy un giro a derechas. Él se de desequilibra y yo le alcanzo con un revés de la Hermana Izquierda sobre su pierna retrasada.
Abro los ojos y veo lo esperado. Cae de rodillas y vuelve a frotar los filos. Ignora los chillidos. ¡Ignóralos! Le lanzo la Primera Hermana, si tengo suerte se la clavo en plena cara y todo termina aquí, si no, que es lo que ocurre, logra interponer sus cimitarras por delante y consigue salvar la vida y yo pierdo una espada. Se levanta despacio, cojea un poco.

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Craso error, bardo.
Sólo te queda una espada.

Fanfarronea, según lo esperado, pero cuando me mira, no me ve. Las esquirlas y llamaradas que fueron lanzadas en el impacto le cubrieron la visión. Yo he aprovechado para acercarme por su costado derecho. Le lanzo un fuerte espadazo a la base de la empuñadura de Fuego. Saltan llamaradas en mi dirección, pero como las esperaba justo ahí, logro esquivarlas. Sin embargo, Fuego ha caído al suelo. Él duda entre recuperarla o intentar herirme con Hielo. Intenta hacer las dos cosas al mismo tiempo. Se lanza a por Fuego mientras con Hielo describe un arco defensivo. Mala opción, pues la postura con la muñeca y el movimiento forzado le impide aferrar con fuerza la empuñadura. Le lanzo otro esadazo fuerte contra la base de su filo y Hielo cae también de sus manos. Me he tragado parte de las esquirlas de hielo y la Segunda Hermana se parte en dos. Me tiro encima de él antes de que alcance a Fuego. Rodamos, nos separamos, nos levantamos. Me lanzo a por él. Confío en que mis puños sean más certeros que los suyos, que mi adiestramiento en combate cuerpo a cuerpo sea más efectivo que su posible fuerza física superior. Él también parece entender lo mismo, pues levita a una altura que me es imposible alcanzar. Mueve los dedos. Está ejecutando un sortilegio. Una nube verdosa empieza a rodearme. Algo me dice que eso no es una ilusión. Es La Esfera, me avisa. Es una nube tóxica. Me ciega y podría envenenarme si la respiro. No tengo tiempo. Saco el diente de dragón reconvertido a cuerno de batalla y soplo con fuerza. Su poder mágico sale a relucir, disipando la nube tóxica lenta, pero inexorablemente.

23. La canción de Hielo y Fuego

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

La nube tóxica se disipó. Sephfuzbiel había aprovechado para coger a Fuego. Avanney se apoderó de Hielo. Se enfrentaron. Avanney descubrió que su oponente ya no cojeaba. Debió lanzarse un hechizo curativo mientras ella dispersaba la nube de veneno. Quizás se había aplicado algún hechizo más, pues parecía moverse más rápido. Hielo y Fuego chocaron varias veces, emitiendo sus respectivas ráfagas térmicas y sus gemidos agónicos en cada encuentro, creando una canción de horribles coros. Cada choque hería a ambos por igual, tanto física como mentalmente, pero fue Avanney logró alcanzar a Sephfuzbiel en el brazo en el que manejaba la cimitarra, congelándoselo al instante. Sephfuzbiel retrocedió y se cambió el arma de mano al mismo tiempo. Avanney no quiso darle respiro, pero aquél levitó en el aire y se puso fuera de su alcance. Descongeló su brazo con Fuego y pareció aplicarse otro hechizo de curación. Miró en derredor, buscando seguramente el apoyo de sus hermanos y vio que estaba solo. Tuvo una idea para acabar con la humana.
Avanney observó que su enemigo se dirigía levitando hacia un pórtico decorado. Sin duda, la sala, o una de las salas, en las que moraban uno o todos los Señores del Caos. Recogió su espada rota y puso los dos pedazos en su funda. Recogió a la Primera Hermana y la enfundó también. Se quedó con Fuego empuñado.
Fue a por Sephfuzbiel.

23. La canción de Hielo y Fuego

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal