La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

30
Encuentro de bardos

Avanney entró en aquella posada. Pidió alojamiento y cena. En condiciones normales, ahora que iba sola, en terminar su ágape la bardo habría solicitado la atención de todos para narrar alguna historia. Hubiera sacado su arpa, rascado un par de acordes y narrado algún cuento de interés. Cuando la narración hubiera suscitado un interés patente, detendría la narración en ese momento y solicitaría unas monedas para, en principio, terminarla. Aunque siempre había un punto de interés más adelante, oportuno para volver a interrumpir la narración y continuarla sólo a cambio del vil metal. Una buena historia tenía al menos tres puntos claves donde detener la narración. Avanney poseía historias de hasta quince puntos de interés y alguna de veinte. De ese modo podía ir pagándose sus viajes y sus indagaciones. Se le ocurrió que podría narrar la historia más grande jamás contada, que no era, ni más ni menos, que aquélla de la que había sido partícipe recientemente, remontándose incluso hasta los Días Oscuros, en los que rellenaría sus lagunas con partes de su propia cosecha. Podría sacar buena tajada de aquella aventura, sin duda alguna.
Pero todo aquello le quedaba aún demasiado reciente y la cabeza le bullía en pensamientos. Prefería que pasara un tiempo a que las cosas se le enfriaran. Sí, era lo mejor. Más adelante le sacaría provecho al asunto.
Apuró la cerveza de un sorbo. Es una buena historia, pensó.
—Lo es, ciertamente. La mejor —dijo una voz justo delante de ella.
Avanney se sobresaltó. Tan inmersa en sus pensamientos estaba que no se había percatado de que un hombre de mediana edad se le había sentado enfrente. Lucía barba y lentes. Peinaba canas. Vestía un jubón verde hierba y un manto de viaje color pardo.
—¿Perdón? —preguntó ella.
—La historia. Es buena. Coincido en eso.
—No creí haber pensado en voz alta.
—No lo hiciste.
—¿Lees el pensamiento, acaso?
—Acertaste de lleno.
Le vacilaba. Había dicho lo de la historia en voz alta y no se había dado cuenta. Se había sentado un hombre delante de ella y no se había dado cuenta. ¿Qué le sucedía?
—No te sucede nada, no te preocupes.
Otra vez lo había hecho, pero era evidente que jugaba con ella.
—¿Qué quieres de mí?
—Charlar un rato. Conocerte en persona y hacerte un pequeño regalo.
—¿Sabes quién soy?
El hombre rió. Le miraba de un modo extraño detrás de aquellos anteojos. Dijo entonces:
—Por supuesto. Eres Avanney, de Hyragmathar. La mejor bardo de estas tierras y puede que de más allá de ellas.
—Vaya, un admirador —dijo, intentando no mostrarse sorprendida—. No sabía que mi fama hubiera llegado hasta aquí. ¿Y con quién hablo, si puede saberse?
El hombre dudó un instante, como si no esperara la pregunta, al menos en aquél momento.
—Porque tienes un nombre, ¿verdad? —insistió.
—Puedes llamarme Ende.
Avanney entornó los ojos.
—No es tu verdadero nombre.
—Muy suspicaz. No esperaba menos. Pero lo cierto es que algunos todavía me llaman así.
—Está bien, Ende, o como quiera que te llames. Un placer no conocerte. Tengo sueño.
Se levantó.
—No vas a irte.
—¿Por qué no?
—Por tu curiosidad. ¿No quieres saber quién soy?
—Alguien que no quiere dar su verdadero nombre. O sea, nadie que me interese.
Avanney dio media vuelta y le dio la espalda.
—Está bien —dijo el hombre, y chasqueó los dedos.
De pronto, todos callaron. El silencio era absoluto. Parecían todos congelados, inmóviles. Un gato que saltaba estaba suspendido en el aire. Alguien derramaba vino por ser de mala calidad, había dicho, pero el chorro no llegó al suelo. Todos y todo parecía estar bajo una especie de hechizo paralizador, salvo Avanney y el tal Ende. La bardo se volvió lentamente e intentó no perder la calma. El hombre conocido como Ende le dijo:
—Espero haber captado ahora tu interés, bardo.
Avanney se volvió a sentar, lentamente y con cautela. Estudiando la nueva situación.
—Bien. Buena chica.
—¿Qué les has hecho?
—¿Acaso importa? Sus vidas son anodinas.
—Tendrán familia. Amigos.
—Uhm, seguramente, sí: No quiero perder el tiempo indagando esas opciones. Pero la verdad es que sus vidas y quehaceres, sean las que fueren, carecen de importancia para este universo. Tú sin embargo...
—¿Qué les has hecho? —insistió Avanney.
—Nada. He detenido su tiempo. Para que me tomes un poco en serio.
—¿Tendrá esto consecuencias para ellos?
—Ninguna, no te preocupes. Podrán seguir con sus insignifiantes vidas en cuanto acabemos esta conversación. En realidad he detenido todo el tiempo de este mundo, salvo el tuyo y el mío. Después lo reanudaré y nadie sabrá nada de este asunto.
—Has detenido… El tiempo… Todo el tiempo. El Tiempo, en mayúsculas.
—Sí, todo este universo está a la espera de que lo reanude. No es nada difícil para alguien como yo. No obstante, espero haberte impresionado con esta pequeña demostración.
—¿Quién eres? Y no me refiero a tu nombre. ¿Qué demonios eres en realidad? Eres… un dios.
—La pregunta correcta, al fin. Yo creé este universo, no sé si eso responde a lo que preguntas.
—Eres… Arkalath.
—Arkalath es sólo un dios. Como Ommerok. Como Vannhetta y los otros. Lo cierto es que yo creé a Arkalath y a todos los demás. Bueno, yo os creé a vosotros y vosotros necesitasteis de dioses; así que vuestra fe y vuestros temores crearon a los dioses, a través de mí, claro, yo lo permití porque me convenía.
—El dios de los dioses…
—Puedes verlo así, si quieres. En realidad soy un bardo, como tú. Imagino historias, mundos. Y éstos se hacen reales.
—Estoy soñando —dijo Avanney en un intento de volverse a levantar, confundida—. Es la única explicación lógica a todo esto.
El hombre conocido como Ende posó afablemente su mano sobre la de ella, como rogándole que no se levantara. Ella accedió, no muy convencida si por voluntad propia.
—No lo estás. Pellízcate si quieres.
—Entonces este universo y todo lo que contiene han salido de tu mente…
—Así es.
—Yo, ellos… cada río, cada montaña, cada piedra, cada grano de arena… Se me hace difícil de entender. Todo eso está en tu mente.
—Bueno. No exactamente. Digamos que sólo está en mi mente aquello que es necesario. En realidad, los granos de arena no existen hasta que alguien intenta observarlos. Es entonces cuando me obligáis a pensar en ellos y describirlos. Sí, ya sé que parece una locura. Te estoy diciendo que si nadie ve un árbol, ese árbol no existe. Sólo existe cuando se observa y te puedo asegurar que eso es así. Pero el bosque funciona como si existieran todos sus árboles y toda la fauna. Si ves el bosque, existe el bosque. Si te adentras en él, existen sólo los árboles en los que te fijas.
—Hay filósofos que sostienen esa teoría. Nunca pensé que fuera cierta. No puede ser que la existencia de las cosas dependan de si alguien mira o no.
—Pues así es, bardo. Yo también me sorprendí cuando descubrí eso mismo en mi misma realidad. Sí, en mi plano de realidad, los sabios han realizado experimentos que confirman que la materia toma formas distintas dependiendo de si es observada o no. Es borrosa en su estado natural, pero se define cuando se la observa. ¿Y si mi mundo es, a su vez, creado por un bardo superior por mero pensamiento o ayudándose de máquinas complejas que calculan todo lo que se observa a medida que se observa? No podemos saberlo. Como la mayor parte de lo que existe no se observa, se ahorran mucho trabajo y energía en mantener nuestro universo. Como yo con el vuestro, aunque he de admitir que mi creación es bastante pobre a comparación.
—¿Tu realidad? Ya entiendo, eres un ser de otra dimensión.
—Otra realidad, más bien. Pero sí, en efecto. Este cuerpo que ves no es más que una proyección de mí mismo en esta realidad. Por cierto, os he creado a mi imagen y semejanza —el hombre se recostó y poniendo sus manos detrás de la cabeza, sonrió—. Siempre quise decir eso.
—Tengo tantas preguntas que no sé ni qué preguntar primero.
El hombre se recostó con cierto aire de soberbia, quizás de prepotencia. Se sintió halagado en aquel momento en el que Avanney parecía reordenar sus pensamientos para hilar sus ideas. El hombre conocido como Ende rompió el instante de silencio.
—Ese libro que estás escribiendo. Permíteme decirte que tiene un título de lo más apropiado.
—Detecto cierta sorna en tu apunte —dijo, molesta—. Quizás debería cambiarlo.
—No, no… Es perfecto, de verdad. Quienes sepan de ti en mi realidad les parecerá también muy apropiado.
Aquéllo le permitió a Avanney retomar el peso de la conversación.
—Deduzco que hay entonces más seres como tú. Bardos de una dimensión superior a ésta que crean mundos a su antojo.
—Claro. Bardos y gente “corriente” también. Herreros, carpinteros, maestros, niños, adultos, padres, madres, viejos… Más o menos como aquí pero en una sociedad bastante distinta.
—Como aquí pero con el poder de controlar el tiempo.
—No, no… No tenemos ese poder. Ya quisiéramos.
—¡Pero tú acabas de hacerlo!
El ser llamado Ende suspiró. Como si fuera consciente en ese momento lo complicado que sería explicarle a la humana un concepto para él tan sencillo. De pronto emanó de su semblante una sonrisa lobuna. Sabía cómo explicárselo de forma clara, pero quizás el impacto fuese demasiado fuerte para una mente mortal, aun siendo esa mente de las más capacitadas de aquella realidad.
—¿Puedes viajar en el tiempo? —le preguntó ella.
—Sí, puedo. Aquí sí. Pero no en mi realidad. Allí el tiempo aparenta ser lineal y contínuo, tal y como te lo parece a ti aquí. Tu tiempo y el mío son distintos. Cuando os visito, ahora mismo o en un momento de tu pasado, ambos tiempos se tocan. Ambas realidades. Ambos espaciotiempos. Esta conversación que estamos teniendo es contínua para ti. Pero lo que ocurre es que yo la abandono a ratos y luego vuelvo para continuarla. Por supuesto, ni tú ni los demás os percatáis.
—¿Y por qué harías eso?
—Tengo mi propia vida. Una mujer y una hija de dos años. Y un trabajo que no entenderías. Sí, lo de bardo es más una afición que otra cosa.
—Creas mundos por afición. No me imagino cuál complejo será tu trabajo real.
—Difícil de explicártelo a ti, pero relativamente sencillo y mundano.
—Hablaste de niños y ancianos. Y de tiempo lineal y contínuo que no podéis alterar. Deduzco que en tu mundo no hay magia. Envejecéis y tenéis vidas normales, como nosotros.
—Eso es.
Avanney calló. Digiriendo toda la información.
—Podrías destruir a los dioses si quisieras.
—¿A los vuestros? Pues claro que podría.
—A Ommerok también.
—Elemental.
—¿Por qué permites que siga viviendo esa aberración y tantas otras entonces?
—Lo creé precisamente para darle a este universo un poco de diversión. Lo creasteis vosotros en realidad. Necesitábais dioses benignos y malignos, dioses neutrales. Creísteis en ellos y entonces yo los hice reales. ¡No me culpes a mí de vuestros delirios! Es la fe la que crea los dioses y la que les confiere poder. Ésas son las reglas: vosotros creéis y yo los creo. Simple. Pero la verdad es que su existencia es lo apropiado en estos casos. Conflicto. Caos. Si no existieran criaturas malignas, esta historia no tendría sentido. Sería aburrida y plana. Como mi mundo. Sin magia, sin héroes épicos, sin espadas legendarias. Vuestro mundo es más interesante que el mío, créeme.
—Interesante, dices… ¡Interesante! ¡Ommerok casi destruye este mundo y tú podrias haberlo evitado con un mero pensamiento!
—Casi lo destruye, pero no. Le rebanasteis una mano al dios del Caos y la Destrucción. Mucho premio para meros mortales. ¿No te parece? Los bardos cantarán esa gesta mientras vivan. Y a ti te reportará pingües beneficios.
—Dices que puedes hacer y deshacer a tu antojo. Tú creaste el hambre y la miseria, la codicia, la maldad… Ahora mismo podrías erradicar todo eso de un plumazo.
—Claro. ¿Y qué sería de la vida entonces? ¿Qué te crees que representa el orden absoluto? ¿Cómo disfrutaríais los días interminables de paz si no conocierais la guerra? ¿Cómo sabríais que sois felices si nunca habéis estado tristes? ¿También quieres que elimine la muerte? Vuestra vida no sería vida. Seríais un mero rebaño pastando verdes prados por la eternidad. ¿A quién le interesaría saber de vosotros? ¡A nadie! Y si nadie se interesara por vosotros dejaríais de existir en realidad porque no seríais observados. ¿Es que todavía no lo entiendes?
—Ahora entiendo. Tú escribes el libro de nuestras vidas. Tienes que escribir un relato interesante. Una leyenda digna de ser contada.
—Lo has entendido. Eso es.
—Por tanto, el destino existe. Todo está escrito.
—No, todo no. Ahora mismo estamos en tu presente. Tu futuro todavía no está escrito, sólo esbozado en mi mente a grandes rasgos. El futuro es incierto ahora mismo, salvo un par de pinceladas de trazo grueso que se irán perfilando a cada instante, a medida que necesiten ser observados y se colapsen todas las probabilidades en el lienzo de la realidad.
—Pero entonces, mis actos y mis pensamientos los controlas tú. Incluso esto mismo que acabo de decir. No tenemos voluntad propia. Tú nos controlas a todos.
—No del todo. Y ahí es donde está la gracia de todo esto. Sí que es cierto que cuando viajo a vuestro pasado vuestro futuro ya está escrito y que vuestras decisiones ya están tomadas. Y vosotros revivís esas aventuras como si tuvierais elección. Pero vuestro presente lo decidís vosotros, salvo los grandes eventos. Me explico:
»Yo decido cuando llueve y cuando hay sequía. Cuando sopla el viento y cuando un dragón despierta de su largo sueño. Soy yo el que os pone en una situación difícil y el que os pone una bifurcación en el camino que creíais recto. Pero las acciones individuales, las decisiones las tomáis vosotros. Me empeño a veces en que hagáis una cosa concreta, pero vuestra personalidad manda y acabáis haciendo lo que os place. Y esas decisiones son cruciales, porque determinan incluso quién vive y quién muere.
En ese preciso instante, Avanney desvió la mirada. El hombre conocido como Ende le leyó el pensamiento. Y dijo:
—Te preguntas ahora si la decisión de matar a Yuvilen Enthal y a Elareth fue tuya o mía. Ya sabes la respuesta. Yo puse las condiciones y tú elegiste. La Esfera es demasiado tentadora para ti. Podrías haber elegido deshacerte de ella dos veces, la segunda en condiciones bastante ventajosas, por cierto. Pero preferiste acabar con dos vidas.
—¡Te odio! ¡Maldito seas!
—Intuía que llegaríamos a esto. De hecho, en versiones anteriores de esta charla, llegamos a este punto mucho antes. Intentaste matarme incluso, pero he ido cambiando el rumbo de la conversación para retrasar esto el máximo tiempo posible.
—¿Has viajado en el tiempo para cambiar esta conversación a tu gusto?
—Así es. Puedo cambiar el pasado. Los pequeños cambios en pasados recientes son sencillos de realizar. Pero cambios lejanos e importantes me consumirían demasiadas energías. No me pidas, por ejemplo, que el padre de Endegal no sea un elfo o que no muriese a manos de los aldeanos. Podría hacerlo pero tendría que rehacer prácticamente el universo entero y mi trabajo me ha costado llegar hasta vuestros días y contar lo que deseaba contar. Y, ciertamente, soy bastante perezoso.
—Lo que eres es un canalla. No me extraña que intentara matarte. Acabemos con esto, ya te has divertido bastante.
—Ahora por lo menos ya sabes que no puedes hacerme ningún daño y nos ahorramos la desagradable escena. Un verdadero dios nunca debería mostrarse ante sus creaciones y charlar con ellas. Por lo general no podemos entender las motivaciones de nuestros propios dioses. Pero necesitaba hablar contigo durante un rato. Como toda esta información puede hacerte daño, haré que la olvides, así podrás seguir con tu vida con normalidad. Pero antes he de contarte algo más. Mi regalo para ti.
—¿Para qué contarme más, si voy a olvidarlo? ¿Para ver cómo reacciono? ¿De eso va todo esto?
—No me guardes rencor, te lo suplico. Te contaré una historia que te va a gustar, porque explica el origen de toda vuestra historia. No lo olvidarás todo. Dejaré en tu mente pequeños retazos, a veces inconexos, de esta conversación. Despertarás en la cama de tu habitación, en esta posada y creerás que todo fue un sueño. Pero recordarás lo suficiente para que puedas seguir tu camino y enlaces las pistas que encontrarás en el futuro con la información residual que te quedará en tu cerebro.
—Reforzarás mi intuición.
—Sí. La Esfera te ayudará también en tu misión.
—Entonces mi destino es reunir las siete esferas de Arkalath.
—No lo sé todavía. Por el momento sé que tu destino es buscarlas, porque desde que supiste de su existencia las anhelas con todo tu ser, y eso es algo que ni siquiera yo puedo borrar a la ligera. Seguramente encuentres una más. El resto no lo tengo decidido y dependerá de cómo se desarrollen los acontecimientos y de las decisiones tuyas y de quienes se crucen contigo. El futuro es incierto, ¿recuerdas? Ahora escucha atentamente el relato de los hijos del rey Salazar porque lo vas a disfrutar. Es lo que has estado investigando durante mucho tiempo, que no es ni más ni menos que lo ocurrido en lo que vosotros llamáis los Días Oscuros. Ni siquiera Yuvilen Enthal te habría dado esta información tan completa. Él apenas descubrió algunas cosas, pero lo que vas a oír es información de primera mano. Vas a obtenerla de la fuente. De mí. ¿Entiendes? Veo que sí. Bien. Me encargaré de que no interrumpas la narración, pues no deseo preguntas molestas, y de que la visualices como si estuvieras presente. Considéralo un viaje al pasado que no puedes alterar. Cuando termine, el tiempo en tu universo se reanudará en mañana por la mañana, a primera luz del alba. Despertarás en la cama y recordarás gran parte de la narración, mas de nuestra conversación tendrás poca cosa. Éste es mi regalo. Disfrútalo.

30. Encuentro de bardos

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal