La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

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Los hijos del rey Salazar

Salazar no tenía sangre real, ni siquiera noble. Tampoco el azar le permitió casarse con una bella princesa que le otorgara un trono y un reino que gobernar. Salazar era un pobre hombre que entre sus posesiones no tenía nada más que lo puesto, una mujer y cinco hijos, cuatro varones y una hembra, la más joven. Pertenecía a una tribu nómada llamada Los Hombres y la tierra que recorrían la llamaban Tierra. Esto, que puede parecer extraño en nuestros días, no lo es tanto cuando se entiende que estos hombres no conocían ni otras tribus, ni otros territorios. Circulaban constantemente de norte a sur y de este a oeste buscando siempre el clima más favorable según la estación del año. Hacían, en realidad, lo mismo que todos los animales de Tierra, pues el paisaje era en su mayoría árido y el clima abrasador. Sólo adoraban a un dios, el Dios Sol, a quien representaban como un círculo de llamas o la letra O, y siempre le rezaban para calmar su ira y les aflojara el Yugo del Calor. Se decía que antiguamente existían varias tribus distribuidas por el territorio, pero que, como al final todos hacían el mismo recorrido, acabaron por unirse en una sola gran tribu que abarcaba a todos los hombres conocidos que andaban por la superficie.
Se sabía, no obstante, que había otros hombres que, huyendo del sol, habitaban en profundas cavernas y ya nunca salían al mundo exterior ya que la luz les quemaba los ojos y, además, repudiaban a los hombres de fuera. Al parecer los recursos allá abajo no eran mucho mejores y preferían no compartirlos, por eso, quien por un casual se encontrara una entrada al mundo de abajo y se aventurara a entrar en ella, acababa muerto sin remedio, pues tenía la desventaja clara de quedarse ciego en las tinieblas del mundo subterráneo y al parecer las alimañas que allí habitaban también eran muy fieras.
Los Hombres no tenían líder que los guiara, pues todos ellos sabían cuando debían asentarse y cuando partir. Nadie daba una orden en este sentido; se movían como una masa informe. Los que estaban acampados atrás recogían sus bártulos, adelantaban a los acampados primero, buscaban un buen sitio y volvían a acampar durante unos días. No tenían leyes escritas. Se guiaban por el honor y la nobleza de sus actos, aunque también por la envidia, la venganza y lo que denominaban “sentido común”. Por lo general, se respetaban unos a otros dentro de lo razonable. Había disputas, claro está: robos aquí y allá, violaciones, adulterio; en definitiva, los asuntos humanos habituales. Nada que no se solucionase con una buena pelea o una puñalada trapera. Cada cual solucionaba sus propios problemas en la medida de sus posibilidades.
Sin embargo, cada cierto tiempo surgía alguien (siempre surgía alguien) que, valiéndose de su fuerza física y de cierto carisma reclutaba, por así decir, una serie de amigos que formaban una banda e intentaban hacer lo que les viniera en gana atemorizando a los más débiles. Pero los Hombres, la gran masa informe, eran sabios y sabían que esos comportamientos eran perjudiciales para todos ellos, y cuando veían un brote de estas características lo exterminaban de raíz, peleando todos como un ejército contra la banda recién creada, lapidando hasta la muerte a los que sobrevivían a la paliza y dejando sus cráneos al sol para que se pudrieran y los ángeles negros de O, que así llamaban a los buitres, se los comieran y quemaban el resto. Con este gesto despreciaban y maldecían las almas de los forajidos, haciendo que tras la muerte visitaran la Tierra de O, la Tierra de Llamas eternas, y sufrieran por siempre las quemaduras de Sol.
Entre los hombres había chamanes y brujos que usaban hierbas medicinales o sabían rezos especiales para que Sol, a través de ellos, les infundiera el calor de la vida a los moribundos. Algunos de ellos, decían alcanzar la iluminación total mirando directamente a Sol. Irremediablemente quedaban ciegos y se pasaban varios días y varias noches con terribles dolores de cabeza. Ellos decían que habían perdido la visión mortal y habían adquirido una parte de visión divina de O. Se llamaron a sí mismos Visionarios de O y se decían capaces de ver los designios de la vida y de la muerte.
Salazar era un hombre pragmático que ansiaba conocimiento y a él no le quedaba muy claro hasta qué punto el poder de los chamanes era real o sus visiones certeras, porque los visionarios anunciaban imágenes que les habían sobrevenido pero siempre eran confusas de inicio y daban pie a múltiples interpretaciones que luego se ajustaban convenientemente a los hechos. Un claro ejemplo lo había sufrido con su esposa Ivril. Nadie le advirtió que sería presa de una enfermedad que la llevaría a la muerte y cuando esta sucedió, Grumm el visionario le recordó que un año antes le había hecho la siguiente profecía:
—Salazar, hijo de Talazar y Saena, un mal caerá sobre tu familia.
Cuando le preguntó en su momento qué, cómo y cuándo devendría tal penuria, el viejo ciego le respondió:
—Quién sabe. Poseemos parte de la visión divina, pero su significado exacto se nos escapa. A fin de cuentas somos mortales.
Qué oportuno, pensó Salazar. Él tenía cinco hijos y una mujer. Contándose a él eran siete miembros en la familia directa. Lo extraño sería que durante un año no sobreviniera un percance dentro del entorno familiar que vivía bajo el abrasador Sol y las inclemencias del viaje. Si la desgracia hubiera llegado dos años después, el viejo se habría atribuido igualmente el mérito de la adivinación, de igual modo que hubiera callado como un muerto si pasados varios años no hubiera sucedido nada extraordinario. Salazar estaba convencido de que eran más las visiones que caían en el olvido que las que eran recordadas. En ese momento de dolor no pudo reprimirse y así se lo dijo. El visionario le replicó:
—Te recordaré entonces la segunda parte de mi visión de hace un año, para que no caiga en el olvido y te acuerdes del viejo Grumm: Algún día serás nuestro líder y nos guiarás hacia tierras más fértiles. ¿Cuando esto suceda se lo atribuirás también al azar?
—No hay líderes en esta comunidad, viejo. Los líderes sólo traen desgracias y por eso los matamos antes de que tomen suficiente fuerza. No me desees tanto mal.
—Sucederá tal y como te he descrito.
—Entonces toma tu pago y vete. No quiero saber más de ti —agregó. Cuando te acertaban un designio, tenías que pagar un precio, generalmente en comida. Era así como los visionarios, ciegos desvalidos en el arte de la caza, sobrevivían. Salazar le dio el doble de lo habitual, entendiéndose que una parte era por la visión no cumplida todavía.

31. Los hijos del rey Salazar

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Cierta noche, mientras daba un paseo más allá del campamento, absorto en sus pensamientos, vio algo reflejarse a la luz de la luna. Algo tan simple como un destello en la oscuridad, desencadenaría el destino de millones de vidas durante siglos, pero no adelantaremos acontecimientos. Salazar, movido por la curiosidad, fue a su encuentro. Esperaba tropezarse con alguna espada, quizá un cinturón, aunque sabía que podría tratarse un simple cristal. Al acercarse vio que era un objeto rectangular metálico, semienterrado en la arena. Los temporales, como el de dos días antes, suelen desenterrar objetos de lo más inverosímiles, que suelen estar años fuera de la vista de los hombres. Se agachó y lo cogió. Era realmente de metal. Pesaba mucho. El objeto a primera vista parecía una caja metálica y aunque la sensación al cogerlo era la de un bloque de hierro fundido, Salazar supo que no era una cosa ni la otra. Se lo llevó no sin esfuerzo hasta su tienda, donde le esperaban dos de sus hijos. Los otros tres, los mayores, estarían con seguridad inmersos en sus escarceos amorosos.
—¿Qué has encontrado, padre? —le preguntó Famir.
—No estoy seguro. Traed las herramientas.
En la tapa había grabado un sol, de quien emanaban ocho rayos que se curvaban en los extremos. Tenía una especie de sello, que logró romper haciendo palanca con un punzón. Abrió el objeto y, al hacerlo, descubrió que en realidad se trataba de un libro. Un libro de tapas metálicas que guardaban de la intemperie una serie de páginas de piel cosidas. Las grafías y dibujos estaban grabadas a fuego sobre la piel. La escritura le pareció arcaica, pero logró entender gran parte de lo que allí estaba escrito. Hablaba de magia negra, la magia de la vida y de la muerte y del poder que encierra la sangre. Aquello le impresionó bastante, pues aunque no creía mucho en aquellas supercherías, un helor le atravesaba el corazón cada vez que leía aquellas páginas que, intuía, eran de piel humana. Pero hubo algo que le impresionó más todavía y que marcaría su destino y el de muchos. En uno de aquellos pasajes leyó sobre una tierra llena de árboles y agua potable por doquier, un lugar donde el sol no significaba la muerte. Y recordó entonces al viejo Grumm, que había muerto recientemente, y su profecía, pues en verdad le tentaba viajar hasta aquella nueva tierra, pero no quería erigirse como líder y llevar a los hombres hacia un destino incierto. Si intentaba hacerlo, le matarían. Así que les dijo a sus hijos que no dijeran palabra sobre el libro de metal. De todos modos, no iba a emprender un viaje desesperado sólo porque un libro extraño hablase de una tierra fértil. ¿Quién le aseguraba que aquello era cierto?
Fue cuando Herme, su hija menor, enfermó gravemente con los mismos síntomas que su difunta madre cuando echó mano del libro de metal, en un acto desesperado. Derramó su propia sangre sobre un cuenco depositado en el vientre de Herme y la mezcló con ciertas hierbas mientras entonaba el cántico indicado en el libro. Terminó agregando un aceite especial y acercando una antorcha. El cuenco lanzó una llama vertical azulada durante unos instantes y Herme, que hasta entonces estaba inconsciente, reaccionó. Se asustó al ver la llama sobre su vientre y derramó el contenido, quemándose manos y pecho. Sin embargo, Herme sobrevivió a la enfermedad que había acabado con su madre y Salazar se tomó muy en serio los hechizos del libro metálico, así como lo referente a una tierra fértil.
Poco después de aquello, reunió a sus cinco hijos y les dijo que, en breve, emprenderían un viaje muy arriesgado en busca de una tierra mejor.
—¿Tan peligroso es? —preguntó Táner—. ¿Iremos acaso en contra del ciclo estacional, hacia el sol ardiente?
—Peor que eso. Atravesaremos el desierto de piedra.
A sus hijos de les heló la sangre. Se decía que el desierto de piedra no tenía fin y que nada, ni nadie sobrevivía allí.
—Vendréis todos conmigo —les dijo—. Ya sé que sois mayores para tomar vuestras propias decisiones, pero tenemos que alcanzar esa tierra. Es nuestro destino. Si vamos todos, tenemos más posibilidades de llegar.
—Pero si no llevamos mujeres con nosotros... Moriremos sólos y sin descendencia.
—Si alguien escribió este libro es porque logró cruzar. Quizás encontremos a alguien al otro lado.
—¿Y si no encontramos a nadie?
—Tenéis a vuestra hermana.

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Aunque la idea era salir en secreto, levantar su campamento con normalidad y desplazarse poco a poco hacia el desierto de piedra, la noticia llegó a muchos oídos. A alguno de sus hijos, o tal vez a todos, se les fue demasiado la lengua al despedirse de sus amoríos y éstos hablarían del asunto con sus padres y éstos a sus amigos.
El asunto es que el día en el que se preparaban para marchar, Salazar se encontró con varias docenas de hombres y mujeres que le pidieron explicaciones. Él les insistió que no quería llevar a nadie consigo salvo a su familia, dejando claro así que no iba a erigirse como jefe de ninguna expedición. Era un tema puramente personal.
La mayoría le trataron de loco y le permitieron marcharse. Pero la desconfianza en los hombres es grande, y Hamir murmuró para sí:
—Si quiere ir sólo quizás es porque no quiere compartir con nosotros las riquezas que espera encontrar.
Y como aquel verano estaba siendo más caluroso de lo habitual y se esperaban serias dificultades para los hombres, la posibilidad de encontrar una tierra mejor más allá del desierto de piedra se hizo muy fuerte en el corazón de Hamir y éste siguió los pasos de Salazar y su familia. Al ver que ya no partían solos, pensamientos similares le sobrevinieron a Drumil y su familia, y también partieron. Unos detrás de otros, poco a poco, esa masa informe que solía moverse hacia el sur en busca de un clima mejor, se fue dirigiendo hacia el desierto de piedra con la perspectiva de una tierra fértil. No todos siguieron a Salazar, pero sí muchos. Miles.
Como era de esperar, la travesía por el desierto de piedra fue terrible. Las brújulas no marcaban bien el norte, la aguja iba y venía aparentemente al azar cada vez que la consultaban. Pero esa fue la menor de sus preocupaciones, pues se orientaban para viajar hacia el este guiándose por la salida del sol y por la ubicación de las estrellas. Sin embargo, al sol abrasador se le unió el terreno, cada vez más abrupto. Las piedras irregulares del suelo primero empezaron siendo molestas para los carros y los bueyes que tiraban de ellos, luego acabaron destrozando las ruedas de los mismos. Hubo carros que resistieron los embites de las piedras pero resultaron igualmente inútiles porque quedaban encallados. Acabaron deshaciéndose de los carros y dejando atrás parte de las mercancías, cargando lo que pudieron sobre los bueyes. Pero esa solución también duró poco, pues las pezuñas de los bueyes tampoco estaban adaptadas a viajes por esas superficies. A medida que avanzaban, las piedras estaban cada vez más afiladas y montar los campamentos era cada vez más complicado. Nada más difícil que intentar montar un lecho sobre piedras afiladas. El simple hecho de dormir se había convertido en una odisea. Tuvieron que dejar atrás también los bueyes. De algunos de ellos sacaron grandes trozos de carne para poder alimentarse en aquellos parajes que no parecían albergar vida alguna, pero no podían cargar con todo. Cada cual debía de cargar a sus espaldas, a fin de cuentas, su propia agua y su propia comida. Salazar se deshizo de las pesadas cubiertas metálicas del libro y se quedó sólo con las páginas de piel.
—Tiene que llover en algún momento —solía decirse.
Con ese razonamiento intentaban maximizar la capacidad de carga, dando preferencia a la comida que al agua. Pero no llovía, y la gente moría y enfermaba.
—Salazar —le habló alguien—, se dice que salvaste a tu hija usando la magia negra del mismo libro que nos guía hacia el paraíso.
—Hice lo que cualquier padre hubiera hecho.
—Salva también, pues, a nuestros hijos y hermanos, padres y madres. Se mueren.
—No dispongo aquí de tantos ingredientes. Apenas podría salvar a dos, y me los reservaré por si alguno de mis hijos cae en desgracia.
—¡Salva a mi hijo! —dijo uno desde atrás.
—¡Salva a mi marido! —dijo otra.
Al final era un clamor de gente suplicando, exigiendo, ayuda y Salazar, que se vio amenazado por la turba, dijo al fin:
—Salvar a uno o a dos no arreglará nada, al final caeremos todos como moscas. Si tuviéramos agua potable mejoraría la salud de todos y dejaríamos de enfermar.
—¿Dices que puedes darnos agua para todos, brujo?
—Puedo. ¿Cambiaríais la vida de los moribundos por agua para todos?
Hubo murmullos y discusiones varias. Alguien le pidió que se explicase.
—Puedo realizar un conjuro de lluvia, pero se necesita derramar mucha sangre.
—¿De cuánta sangre estamos hablando? —preguntó alguien.
—Cincuenta enfermos. Su vida debería expirar durante el conjuro.
Cuando saltaron las desaprobaciones y preguntaron por alternativas, agregó:
—Podéis elegir: Cincuenta enfermos, veinte sanos o siete vírgenes. Hay conjuros que requieren cantidad, otros calidad y a otros les da igual una cosa o la otra mientras se compense. Éste es de los terceros. Elegid.
Salazar se maldijo por sus propias palabras, pues no debió de dar tantas alternativas que podrían perjudicarle. Como sospechaba, intentaron involucrar a su familia más de lo que él hubiera deseado.
—Tu hija es virgen. ¿La sacrificarás si elegimos las siete vírgenes?
—¿Quién puede estar seguro de la virginidad de sus hijas? Yo no, ni pienso comprobarlo. Nunca os pedí que vinierais, es más, hubiera preferido hacer el viaje sólo. Pero ahora estamos todos aquí y soy el único que puede conjurar la lluvia. Los chamanes y visionarios que nos acompañan no están siendo de mucha utilidad en este sentido. Puedo ayudaros a todos, pero mi condición es que respetéis a mi familia.
Y así fue como echaron a suertes qué enfermos iban a sacrificar por el bien de la comunidad. Tras el necesario derramamiento de sangre y los cánticos de conjuración, todos miraron al cielo, con sus recipientes a punto para recibir la ansiada agua. Pero el cielo seguía raso.
—¿Creíais que iba a ser inmediato? Esto no funciona así —dijo Salazar. Y se vio a él mismo excusándose como lo haría un visionario de tres al cuarto.
Cuando amaneció al día siguiente y el cielo lo decoraba alguna nube solitaria, los hombres empezaron a murmurar y a dudar del éxito de la pasada a cuchillo de los enfermos y viejos moribundos. Salazar no les culpaba, pues él también dudaba. Por suerte para todos, antes del mediodía el cielo empezó a encapotarse y les diluvió encima. Al principio todo eran risas, fiesta y jolgorio. Pero la lluvia, con sus idas y venidas, duró casi un día entero sin descanso y el estar empapados durante tanto tiempo también les pasó mucha factura, pues algunos enfermaron del frío y otros pensaron que si tal vez cincuenta sacrificados no había sido excesivo.
Cuando volvió el sol abrasador echaron de menos cuando estaban empapados. Salazar se maldijo por no tener un control del clima más certero, pero no había más remedio que aprender sobre la marcha. Él no lo sabía entonces, pero un druida hubiera sido capaz de invocar lluvia de formas más efectivas. La magia de la sangre era poderosa en asuntos de la vida y de la muerte, pero con los elementos naturales era harto ineficiente e inexacta.
Las afiladas rocas destrozaban ahora el calzado, y la comida empezaba a escasear. Esta vez Salazar probó de conjurar nubes que no fueran de tormenta para darles un respiro con el sol y esta vez se derramó sangre de cincuenta hombres sanos, pero sin quitarles la vida. El grupo disfrutó de tres días nublados que les dio la vida y reforzó los ánimos y la confianza en Salazar.
La comida escaseaba y empezaba a racionarse muy severamente, pero en el cielo ya se veían buitres, lo cual era una buena noticia. Significaba que cerca habría ya animales de los que se solían alimentar estas aves carroñeras. Había quien se hacía el muerto para cazarlos, una técnica que ya usaban en la tierra de donde venían. Las piedras del suelo se estaban aplanando y separando, dejando sitio para hierbas varias. Podían abastecerse y comer hojas, tallos y raíces. También cazar algún que otro herbívoro. El sol era cada vez menos molesto y en el horizonte ya se atisbaban...
—¡Montañas! —gritó uno de los más avanzados.
La noticia corrió más deprisa que un coyote de las llanuras y miles de hombres la celebraron con gran alboroto y llantos. Lo habían logrado.
Pronto llegaron a territorio completamente fértil, con pastos y animales campando a sus anchas, ríos anchos y bosques frondosos. Aquello era en verdad el paraíso. Las brújulas volvían a marcar el norte con normalidad. A partir de aquel momento todo lo que hacía o decía Salazar era sagrado, y quien se oponía a su palabra era castigado por la turba de un modo u otro, bien con aislamiento personal, bien con alguna zurra. Dependiendo del tamaño del agravio, igualmente grande era el castigo. Salazar sopesó con aire agridulce aquello, pues verse adulado le agradaba sobremanera, pero veía el peligro inherente de convertirse, casi sin quererlo, en el líder de los hombres.
Se instalaron en la falda de una montaña y empezaron a abastecerse y crear nuevos carros y enseres, herramientas y utillaje. Cazaban lo que encontraban y recolectaban los frutos que la nueva tierra les ofrecía. Crearon sus tiendas para dormir bajo techo. El clima era agradable.
Cierto día una polvareda les alertó; venía acompañada de un tronar misterioso. Cogieron sus armas de caza por si se trataba de una manada de bestias desconocidas. Lo que les llegó fue mucho peor. Los animales se llamaban caballos y, encima de ellos, había hombres armados hasta los dientes, pero de una raza distinta a la de ellos, pues la piel de aquéllos era mucho más clara que la suya propia, negra de puro ébano. Aunque en principio no entendieron del todo muy bien su lengua, a todas luces les increparon con aire amenazador. No obstante Húril se percató que aquel idioma era muy similar al suyo, pero con alguna palabras extrañas y una pronunciación distinta, así que echó la lanza de caza al suelo e intentó hablarles.
—Calma, amigo, aquí hay tierra y pastos para todos. Acampad donde queráis, sois bienvenidos.
El soldado estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se quedó en una mueca de suficiencia.
—¿Tierra para todos? —sonrió mientras acercaba y sofrenaba a su corcel hacia su interlocutor—. Estáis en las tierras del Rey de Tharl.
—¿Qué es Rey de Tharl?
Risas entre los soldados.
—¿Eres tú el jefe de estos andrajosos? —ante el asombro de Húril y los demás, ordenó—: Llévame ante tu jefe. Vuestro líder.
Todos se giraron instintivamente hacia Salazar y éste, incómodo, se adelantó. Y dijo:
—No tenemos líderes en nuestro pueblo, señor. Pero de algún modo me acaban de elegir como su portavoz, ya que tengo conocimiento sobre lenguas y nos podemos entender mejor.
—Estáis profanando las tierras del Rey de Tharl. ¿Entiendes eso?
—Entiendo lo que es un Rey, es vuestro jefe, vuestro líder. Y Tharl debe ser el nombre que dais a esta tierra. Pero no sé si he entendido que la tierra le pertenece a vuestro líder.
—Has entendido bien, salvaje. ¿Quiénes sois?
—Somos hombres del oeste. Venimos de la tierra donde el sol quema la piel, más allá del desierto de piedra.
—¿Y qué intenciones tenéis, pueblo negro? Os habíamos confundido con meros orcos. Todo lo que coméis, bebéis, cazáis o pisáis no os pertenece. Ni siquiera la sombra de esos árboles os pertenece. Estáis usurpando la propiedad del Rey de Tharl, el señor de todo lo que veis.
—¿Orcos? Disculpad nuestra ignorancia, señor. Allá de donde venimos la tierra no pertenece a nadie, es un concepto extraño para nosotros. Indicadnos dónde acaban los dominios de vuestro señor e iremos allí. No es nuestro deseo enemistarnos con nadie.

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El soldado estuvo a punto de echarlos a patadas de allí, incluso de provocar una carnicería, ya que venían de una reciente derrota del reino de Feder, que se había aliado temporalmente con el reino de Gûl. Sin embargo viendo lo numeroso que era el pueblo negro pensó rápidamente en darles utilidad.
—Seguidnos y os escoltaremos hasta Tharl'haord. Os conseguiré una audiencia con el Rey de Tharl. En su magna benevolencia es posible que os dé cobijo dentro de su reino y así no infringiréis la ley.

Los hombres de Salazar desconfiaron de aquellas palabras e hicieron bien, pero en aquellos momentos dudaron, pues oponérseles podría causarles graves daños. Eran muy superiores en número, pero aquellos soldados estaban muy bien equipados. Salazar hizo una seña y su pueblo le siguió sin pestañear. Anduvieron bastante pero los soldados, que iban todos a caballo de desesperaban de la lentitud del pueblo negro que iba a pie y galoparon hasta dejarlos atrás. Con ellos apenas dejaron dos docenas de soldados que les guiaban. En el camino, pasaron por varios poblados y aunque no entraron todos directamente en ellos, pues su número era demasiado ingente para mantener la tranquilidad de sus habitantes, los que tuvieron oportunidad se fascinaron de las casas, las torres, las puertas, los muros, los campos de cultivo. El pueblo nómada había descubierto el sedentarismo y sus bondades, sus vicios y sus posibilidades. Mas cuando estaban ya en el último tramo de su viaje, Salazar detuvo a los suyos y les dijo a los soldados que ellos eran un pueblo errante y no iban a quedarse en Tharl más tiempo, por lo que no iban a importunar al Rey de Tharl con una visita incómoda que le hiciese perder el tiempo.
—Saldremos de vuestras tierras sin más, soldados. Os damos las gracias a vos y vuestro señor Rey por la oportunidad que nos habéis brindado. Ahora, seguiremos nuestro camino.
Los soldados, alarmados por lo que estaban escuchando torcieron el gesto e intentaron obligarles con amenazas. Salazar y los suyos, que habían previsto aquella reacción, los rodearon y les amenazaron con la mirada y alguna que otra pica de madera afilada. Los soldados reaccionaron mal y les atacaron. Los cascos de sus caballos apastaron a dos o tres incautos, sus espadas mataron a otros tantos, pero pronto los descabalgaron y los desarmaron. Salazar ya tenía preparada su daga de sacrificios y un conjuro idóneo para la ocasión.
La sangre de aquéllos les proporcionó un manto de camuflaje a todo el pueblo negro, de tal manera que simplemente evitando los poblados y los caminos concurridos fue suficiente para salir del reino de Tharl por el oeste sin ser vistos aún a pesar de que los soldados de Tharl los buscaron con gran empeño. Se toparon con un desierto de arena, así que bordearon una cadena montañosa y llegaron, sin saberlo, al reino de Feder. Siguieron entonces hacia el sur y con el conjuro de camuflaje ya extinto, se encontraron con una patrulla de soldados de este otro reino. Los Federios también los confundieron con orcos y huyeron para avisar tropas mayores. Casi cargaron contra ellos en la confusión, y una vez deshecho el malentendido, los del pueblo del oeste descubrieron que también su tono era tan hostil como el de sus vecinos, y eso les puso en sobrealerta. La invitación fue muy similar a la que recibieron de los Tharlarios, aunque mucho más directa: si los varones aceptaban unirse al ejército de Feder para luchar contra Tharl, les darían un techo donde dormir y comida para alimentarse a ellos, a sus mujeres y sus niños. Cuando Salazar hizo un amago amable de declinar la invitación, descubrió que no era tal, pues la alternativa era la muerte inmediata. Como estaban frente a un enorme ejército, Salazar aceptó la invitación, pues no quería la muerte de los suyos, ni tampoco la suya. Mientras viajaban bien escoltados hacia el castillo donde residía el Rey de Feder, cuchichearon un plan de escape. Armado todo el pueblo de los hombres negros de cuchillos, a la señal de Salazar degollaron de golpe a muchos caballos y descabalgaron a sus jinetes a quienes también degollaron. El resto de soldados se dispuso a atacar, pero Salazar ya estaba entonando un cántico que les sería fatal. Primero notaron debilidad y un dolor agudo en el estómago, los caballos, presa del pánico también se encabritaron y los descabalgaron a casi todos. Una oleada de miedo irracional embargaba a los enemigos del pueblo negro que estaban cerca de Salazar y corrieron por sus vidas, pero muchos sucumbieron bajo los envalentonados cuchillos de los hombres libres, que así se hicieron llamar. De aquella batalla se llevaron muchas armas, armaduras y caballos.
Siguieron hacia el sur y allí se encontraron con el ejército de Gûl que ya estaba en sobreaviso gracias a los que escaparon de Feder y se ahorró palabrería. Fue una carnicería. Por suerte Salazar aprovechó el derramamiento de sangre de los suyos y pudo equilibrar la balanza hasta cierto punto. Se dispersaron hacia el desierto que había al este, imaginando, y bien, que allí los dejarían en paz gracias a la dificultad del terreno. El pueblo libre estaba acostumbrado a esas inclemencias mientras que soldados con armaduras no aguantaban un suspiro bajo aquellas condiciones. Como desconocían la extensión del desierto de arena y no se arriesgaban a otra travesía como la del desierto de piedra, siguieron hacia el sur teniendo siempre a la vista los lindes, para vigilar que no se encontrasen con el ejército Gûl. Consiguieron pasar entre los reinos de Gûl y Feder sin más percances gracias al conjuro de ocultación y unos varones sanos y voluntariosos que prestaron su sangre para tal fin y viendo a lo lejos un pantano de aguas estancadas de aspecto poco amigable, llegaron a un bosque habitado por unos hombres de tez todavía más pálida de lo que era costumbre por aquellos lares, de cabellos dorados y plateados y vestidos extraños aunque de muy bella factura. Aunque eran incluso más arrogantes que los hombres y soldados de los reinos, los hijos de Bereth'la no intentaron atacarles ni tampoco reclutarles. Pero sí que les dejaron bien claro que no podían quedarse en el bosque pues podrían alterar el ecosistema que tantos siglos habían cuidado. En otras palabras, les invitaron amablemente a marcharse con sus problemas a otra parte más adecuada para ellos. Se dirigieron entonces a las montañas del sur, donde hacía un frío de mil demonios y les fue imposible adaptarse en aquellas tierras, bastante yermas. Para colmo, aquellos pueblos estaban bajo la protección de Hyragma, otro reino que gobernaba la Sierpe casi en su totalidad y en los que tuvieron sus más y sus menos. Finalmente, el reino de Hyragma les permitió habitar una zona poco fértil en la ladera de la montaña que carecía de su interés y les permitía mantenerlos vigilados.
Acamparon allí, y el pueblo libre se asentó por fin. Construyeron sus casas, y aprovecharon muy bien los pocos recursos que la tierra les ofrecía. Acostumbrados como estaban a las inclemencias y la escasez, aprendieron a labrar la tierra y sembrar con bastante éxito. Hyragma vio que les iba bien y les exigió un fuerte tributo. Pero los hombres libres estaban hartos de tanto mangoneo y decidieron, en una asamblea multitudinaria, que era tiempo de tomar medidas. Ya no eran nómadas y estaban en un mundo donde, o tenías un líder a quien seguir con un ejército detrás, o te avasallaban. No iban a permitir que otros se aprovecharan de su esfuerzo. Así que en un tiempo encomiable marcaron una frontera con Hyragma, armaron un ejército notable y se declararon como el Reino de los Hombres Libres, aunque muchos les llamaron El Reino Negro y les dotaron de mala fama. Y nombraron a Salazar como su rey legítimo, sabio y poderoso.
Hyragma se tomó a risa aquella pequeña rebelión y mandó un pequeño ejército para asustarles, pero se encontró con que su ejército volvía con el rabo entre las piernas, muchos de ellos asustados por terribles visiones que les atenazaba el corazón. Como poco después se desató una guerra con Gûl al este de la Sierpe, Hyragma en cierto modo ignoró la existencia del Reino Negro, ya que, en su aislamiento, no les causaban problemas.
Durante ese tiempo, el Reino de los Hombres Libres prosperó y Salazar enseñaba a sus hijos las artes negras de la magia de la sangre. Mandó hacer unas cubiertas de metal para aquel libro, idénticas según las recordaba a las tapas originales, con una cerradura del que sólo él tenía llave, para protegerlo de miradas indiscretas. Vista ahora de nuevo el grabado de la tapa, ya no le recordaba a un sol con ocho rayos curvos, sino a una araña, y aquello le turbó sus pensamientos, pues uno de los hechizos allí expuestos relataba como traer a este plano de existencia a Anansi, una divinidad arácnida.
Otros muchos querían aprender aquellas artes que tantas veces les había salvado la vida, pero Salazar se hizo receloso de aquel poder. Sabía que aquel conocimiento podría caer en malas manos y provocar daños irreparables en su reino. Enseñaría aquellas artes a sus hijos, de ese modo ellos heredarían el trono y usarían ese poder sabiamente para mantener la paz en su pequeño reino.
Los hijos de Salazar estudiaban ávidos la magia de la sangre y aprendían rápidamente. Su poder era todavía muy escaso y necesitaban ingentes cantidades de sangre para hacer pequeñas cosas, pero su padre les prometió que con un buen dominio del arte se podían hacer grandes conjuros.

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El año siguiente fue un año de sequía y temporales en la zona oeste de la Sierpe y el reino de Hyragma sufrió las consecuencias y la escasez de alimentos y tributos. Sin embargo, el Reino de los Hombres Libres, gracias a su ciencia de explotar los mínimos recursos para obtener alimentos, obtuvieron unas cosechas medio decentes. También solían ser poco derrochadores y almacenaban grano y desecaban y salaban carne para mantenerla durante mucho tiempo comestible. Si unimos eso al hecho de que no pagaban tributos a Hyragma y que eran autosuficientes en todo, podría decirse que eran un reino rico que no notaba en demasía los problemas que acuciaban a los demás. El Rey Oromer de Hyragma, envidioso del Reino Negro reunió el mayor ejército que pudo y lo plantó ante las empalizadas vecinas y exigió la rendición del Pueblo Negro y una sumisión hacia Hyragma, quien se encargaría de gestionar los alimentos confiscados y reubicaría a los varones adultos en su propio ejército .
No cabe decir que aquello encolerizó al pueblo de Salazar y que lo último que querían era regalar el fruto de su esfuerzo a nadie, y mucho menos ponerse a las órdenes de un tirano que les sometía por la fuerza. Ellos, el pueblo libre, súbditos de un líder que no era de su sangre, un piel pálida. El instinto les instaba a luchar o huir. ¡Qué poco les había durado aquel período de paz y tranquilidad! Pidieron a su rey Salazar que los castigara con algún conjuro, que estaban dispuestos a derramar su sangre para acabar con aquel ejército.
Pero Salazar sabía que su poder no era ni por asomo tan grande. Podría derramar hasta la última gota de su pueblo y sólo podría herir levemente a aquel ejército tan imponente. Arrasarían con todo. Morirían casi todos. Esclavizarían al resto. No, luchar no era una opción. Así que le dijo a Oromer que tendría la rendición del Reino de los Hombres Libres, pero tendría que darle la noche para convencer a su pueblo. También le puso otra condición: podría tomar los hombres que quisiera para Hyragma, pero él y sus hijos seguirían viviendo allí.
—No estáis en posición de negociar —le recordó el Rey—. Podría aplastaros ahora mismo.
—No obstante —le replicó aquél— mi pueblo está dispuesto a luchar hasta la muerte y destruir todos los recursos que tenemos y que tanto ansiáis. Nos destruiréis, pero no nos tendréis. Somos un gran pueblo y sé que nos queréis agregar a vuestro ejército para hacerlo aún más poderoso. Dependiendo ahora de vuestra inteligencia y vuestros actos, podéis tenerlo todo o nada.
El rey Oromer aceptó la propuesta.

31. Los hijos del rey Salazar

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

A la mañana siguiente se abrieron las puertas del Reino de los Hombres Libres, reino que dejaba ya de ser libre, y entró dentro parte del ejército de Hyragma. Llenaron carretas con los alimentos y se llevaron consigo familias enteras.
—Pensaba que eráis un pueblo más numeroso —dijo el Rey Oromer—. ¿Intentáis engañarme?
—Mi rey Oromer —dijo Salazar—, no voy a ocultaros la verdad. Allá de donde venimos éramos un pueblo nómada, sin leyes ni reyes a los que servir. A nuestro espíritu le cuesta acostumbrarse a un sistema de vasallaje bajo las órdenes de un rey que consideran extraño. Al parecer algunos de nuestros hombres no soportaban el acuerdo que les propuse y han huido por la noche, desobedeciendo mis órdenes, pero no les culpo por ello porque su corazón siempre ha sido salvaje.
—Quedan entonces estos salvajes marcados como enemigos de Hyragma. Ordenaré que se les ejecute si se les encuentra. Por desgracia para ellos no pueden pasar desapercibidos, pues el color de su piel les delata.
—Lamento oír eso, pero entiendo que es justo —dijo Salazar, viendo que Oromer se contentaba con eso.

La realidad era bien distinta. Más de la mitad habían escapado de allí siguiendo el plan de Salazar. Se dividieron en varios grupos, cada uno de ellos fue a un reino distinto a ofrecerse como siervo y éstos reinos les aceptaron gustosos, haciendo de ellos lo mismo que Hyragma: los hombres y niños más fuertes los adiestraban en la milicia para su propio ejército, al resto los usaron como esclavos, bien para realizar tareas duras o bien en la corte, al servicio de la realeza y la nobleza. Hyragma descubrió después que hombres negros habían recalado en otros reinos, pero le era difícil calcular la cantidad de ellos y no supo, o no quiso saber, que había sido víctima de un engaño que, por lo pronto, reforzaba a los otros reinos casi en la misma medida que se había reforzado el suyo mismo y por eso no conseguían expandir su influencia o derrotar a otros reinos como habían esperado.
En los años subsiguientes, con los recursos de Hyragma, el antiguo reino de Salazar se amuralló para resistir casi cualquier ataque, ya que Oromer lo consideraba la despensa de Hyragma, que tan bien les proveía de alimentos en los tiempos difíciles y no era buena idea que otro reino metiera sus manos allí. Pero también en los tiempos menos duros era una fuente de recursos importantes, pues el saber que aquellas tierras daban buenos y abundantes frutos hizo que el resto de territorios de Hyragma se relajaran en temas de agricultura para potenciar el desarrollo militar.

Diez largos años pasaron, y no había ningún hombre negro que no anhelara volver a llamarse hombre libre y vivir, paradójicamente, bajo las órdenes de Salazar, su verdadero rey. Ninguno había olvidado la promesa, el juramento secreto. Justo diez años después, ni un día más, ni un día menos. Era la fecha que tenían grabada a fuego en lo más hondo de su ser y cuando llegó fue como si hubieran recibido la tan esperada señal. Aunque en posición social desventajosa —como había predicho Salazar—, los hombres negros estaban en todas partes y el odio hacia sus amos les unía como a un solo ser y eso les permitió hacer lo que hicieron con éxito. Los esclavos de palacio degollaron a cuanto noble, rey o príncipe tuvieran al alcance, pillaron desprevenidos a las guardias reales. Los soldados negros organizaron la huida de las ciudadelas de todos sus congéneres. Mataron a soldados de su propio ejército, robaron caballos y armas, destrozaron puentes levadizos y quemaron casas para mantener ocupado al enemigo mientras huían hacia su reino, el de los hombres libres. Muchos hombres negros murieron ese día, pero también muchos blancos.
Mataron a los invasores de Hyragma que se habían asentado en el Reino Negro y lo recuperaron todo. Aquella fue la mayor de las victorias. Ahora, el pueblo negro estaba mejor adiestrado en la guerra, tenía más armas, una fortaleza inexpugnable y a sus enemigos mermados. Todos los reyes habían sido asesinados y también muchos de sus hijos, lo que sumió a todas las regiones en estado catatónico y en pullas sucesorias. Tharl atacaría al Reino Negro, pero estaba demasiado lejos y sabía que Feder podría aprovechar para atacarles a ellos. Feder, lo mismo: temía a Tharl y también el oportunismo de Gûl. Hyragma era quien más razones, ganas y posibilidades tenía de borrar a los hombres negros del mapa, pero bien sabía del potencial que ahora tenía su peor enemigo. Aún así, les declaró la guerra. El nuevo rey Kimer intentó la estrategia del anterior rey y padre Oromer de amedrentarlos plantando un gran ejército ante ellos. Pero lo único que consiguió fue un asedio de tres meses totalmente infructuoso, que acabó desmoralizando a las tropas. El pueblo negro no necesitaba recursos del exterior: era autosuficiente y sus murallas impenetrables, mientras que ellos mismos habían sido víctimas de enfermedades y pestes que nunca habían padecido.

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Durante los siguientes años, los reinos circundantes se estabilizaron y siguieron con sus guerras. La fortaleza negra intentaron ignorarla durante ese tiempo pues la consideraban maldita. Los rumores de brujería aumentaban con el tiempo, y el recuerdo de los magnicidios estaba siempre presente; era como un aviso permanente de lo que le podía pasar al reino que les molestase.
Los hijos de Salazar mejoraban en el uso de la magia y aumentaron su poder, casi equiparable al de su padre. En aquellos años de aislamiento del mundo exterior, Salazar había esperado tiempos calmados dentro de su ciudadela, pero se equivocó. La prosperidad interna aumentaba la ociosidad de su pueblo, que lejos de aprovecharla para las artes y el estudio, se daba a la bebida y la mala vida. Florecieron los bares y prostíbulos, aumentaron las peleas en las calles, y el ejército, que también estaba ocioso, intentaba poner orden en las calles con más pena que gloria. Eso obligó a Salazar a poner unas leyes que todo ciudadano debía cumplir bajo amenaza de castigo. Pero los antiguamente llamados hombres libres no estaban acostumbrados a las normas y a muchos de ellos no les frenaban las multas o los azotes. Crearon cárceles que abarrotaron en poco tiempo. La gente interpretaba las normas a su antojo, con la excusa de que no estaban bien definidas. Salazar redactó otras remarcando todavía más el límite entre lo bueno y lo malo, afilando los bordes, eliminando las partes grises con la esperanza de evitar interpretaciones torticeras, y puso normas para todo. Pero tanta norma las hacía contradictorias en ocasiones. Siempre había sectores que protestaban porque las leyes no se adaptaban a sus necesidades o les ponían en inferioridad respecto a otros. Se creó la figura de los jueces, que estudiaban las leyes y dirimían quién tenía razón, pero ellos también las interpretaban a su antojo, según sus preferencias o presiones recibidas, y los resultados de sus juicios, aunque en ocasiones fueran en realidad justos, nunca eran del agrado de todos. Los problemas crecían. Sectores que querían más riqueza, sectores que querían más poder, sectores que querían que les dejaran en paz y otros que cuestionaban el liderazgo de Salazar, el derecho de sucesión de sus hijos y que el poder de la brujería estuviera sólo en la corona. Las cosechas se resintieron, el pueblo negro ya no era austero y ahorrador, sino todo lo contrario, y eso tensó todavía más la convivencia dentro la ciudadela. Salazar, muy a su pesar, empezó a usar su poder contra su propio pueblo para mantenerlo bajo control, aunque fuera atemorizándolo.
El pueblo negro creció y la ciudadela se les quedó corta. Necesitaron más espacio y más recursos. Crearon villas más allá de la frontera inicial, donde fueron a parar primero los más descontentos con las estrictas normas de Salazar. Estas villas pagaban impuestos a Salazar no sin cierto disgusto, y a la vez estaban más expuestas a los ataques de Hyragma. El ejército acabó siendo útil entablando batallas con Hyragma por el territorio y necesitó también más recursos. Salazar se planteó hacerse cada vez con más territorio de Hyragma, quien sabe si para acabar absorbiendo al reino entero. Porque descubrió que con la expansión de su reino, sus hombres dejaban de estar ociosos y tenían un objetivo común por el que luchar y trabajar juntos.

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Los hijos de Salazar solían discutir estos asuntos con su padre. Opinaban que había caído en los mismos errores que los hombres pálidos. Se había convertido en un líder tirano que hacía guerras para abarcar cada vez más territorio y que añoraban cuando eran jóvenes y formaban parte de un pueblo nómada libre de normas estúpidas, que sólo tenía que preocuparse por sobrevivir bajo un sol abrasador.
—Olvidad aquella vida de una vez. Ahora tenemos más comida, más comodidades y más riqueza. Ya no podemos volver atrás. ¿Estáis locos? Ha quedado demostrado que la única forma de mantener a raya a la gente es con mano dura. A poco que les ofreces libertad de movimientos te golpean donde más te duele. Sin mí se hubieran matado entre ellos. Los saqué del infierno y los traje al paraíso, y ahora debo recordarles a diario como deben comportarse. Las leyes son necesarias para que todo esté en orden y bajo control. La anarquía sólo puede llevarnos al caos absoluto y a la muerte. No podemos sobrevivir anárquicamente dentro de un mundo repleto de leyes y territorios asignados a reinos. Necesitamos un pueblo unido, fuerte y sabio, y eso sólo lo podemos conseguir con unas normas estrictas de convivencia que todos deben acatar.

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Les dijo que su sueño era llegar a controlar todo el territorio conocido. De ese modo, si todos los hombres de todas las razas servían a un mismo señor, ya no habría más guerras entre reinos.
Sus hijos tomaron buena nota de aquello.

Sin embargo, al no tener el hermetismo de antaño, los quehaceres y problemas del pueblo negro acabaron por saberse más allá de sus fronteras. Aldeanos descontentos hablaban con los reinos vecinos. Druidas que enviaban pájaros espías. Magos que veían lo que pasaba desde sus bolas de cristal. Viendo la debilidad interna de Salazar y su pueblo, y a la vez su fuerza potencial, los reinos se aliaron contra la amenaza negra y unieron sus fuerzas para acabar con ella. El ejército más grande jamás conocido arrasó sus aldeas y se plantó frente a las murallas, que ya no eran inexpugnables.
Salazar no daba crédito a sus ojos y empezó a preparar conjuros de protección para las murallas, maldiciones y enfermedades para sus enemigos, pero éstos eran muchos, demasiados. Esta vez no tenía nada clara la victoria de su pueblo. Sólo tenía una opción. Un conjuro que había estado evitando siempre por su peligrosidad. Una invocación.
—¡Ayudadme hijos míos! ¡Tenemos que invocar a Raimanaburatbytzel!
Todo el mundo que había entrado a la sala del trono opinaba que era demasiado grande. Cuán equivocados estaban, pues de saber lo que sabían Salazar y sus hijos, lo habrían entendido perfectamente. Cualquier iniciado a la magia que hubiera pisado aquella sala se habría dado cuenta de que el dibujo grabado sobre el mármol del suelo y recubierto de oro no era otra cosa que el instrumento más peligroso jamás construido, y hubiera puesto mucha tierra de por medio entre él y el Reino Negro, pues aquel grabado era una estrella de cinco puntas inscrita dentro de varios círculos concéntricos. Los círculos estaban repletos de runas, tal y como se describía en las páginas del libro metálico.
Invocar a un demonio tenía su miga. Aparte de conocer el ritual y tener un poder y control de la magia extraordinario, se requería conocer el nombre del demonio a invocar, y sus nombres no eran precisamente simples. Después de la invocación quedaba la parte más difícil: convencer al demonio para que no te matara, ya que controlarlo era imposible. Se comentaba en el libro metálico que la única opción era dejar al demonio confinado dentro del pentagrama mientras se negociaba con él. Una vez él te daba su palabra quedaba atado a su promesa y entonces lo liberabas. Pero había que ser muy cauto, pues eran muy listos y podían llevarte a la perdición o causar tu muerte si la promesa no era completamente precisa. El alma del invocador quedaba expuesta en el proceso. Salazar sabía muy bien cuál sería el pacto: destruir a sus enemigos a cambio del alma de alguno de sus hijos. No era un pacto de su agrado, pues él quería a sus hijos como nada en el mundo y a pesar de sus desavenencias, pero un hijo era un precio bajo a comparación de salvar la vida de los su pueblo. Seguramente la negociación sería dura, tal vez le concediera al demonio elegir a qué hijo llevarse al infierno. Hubiera preferido dar el millón de almas de sus enemigos a cambio, pero no podía hacerlo, pues aquellas almas no le pertenecían y por tanto no podían ser entregadas por mucho que quisiera: tu alma o un alma sangre de tu sangre, no podías entregar otra cosa. A sus hijos les contó que el demonio quedaría satisfecho con la posibilidad de matar a tanta gente, con lo que consiguió que le ayudaran en la invocación y en el confinamiento.

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Herme, Táner, Famir, Abair y Fuzbiel se colocaron cada uno en una punta del pentagrama. Con dagas de ceremonia se cortaron el antebrazo y derramaron su propia sangre sobre unos cuencos de alabastro que colocaron en las puntas de la estrella. Mientras tanto, Salazar entonaba un cántico de invocación. Las lineas doradas se iluminaron con un fuego verde cuyo resplandor inundó toda la estancia.
—¡Ven a mí, Raimanaburatbytzel!
El resplandor aumentó de intensidad, alternando llamaradas rojas con el verde. Un olor a azufre y una niebla amarillenta les envolvió. Raimanaburatbytzel estaba llegando.

Táner era el más fuerte de los hijos de Salazar. Fue él el encargado de acercársele por detrás, inmovilizarlo en una llave de estrangulamiento y ponerle un trapo en la boca para que no pudiera hablar. Sus hijos sabían de buena tinta que una sola palabra de Salazar, su padre, sería suficiente para vencer a los cinco. Los otros cuatro se encargaron de inmovilizarle las extremidades con cuerdas y ponerle la mordaza en la boca. Táner y Famir pusieron a su padre boca abajo.
Su hija Herme le cortó la garganta y recogía su sangre en una palangana de plata. Dejaron a su padre en el suelo desangrándose. Sus hijos entonaron un cántico y bebieron su sangre para alimentarse de su poder.

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Raimanaburatbytzel se materializó dentro del pentagrama. Sabía perfectamente lo que le esperaba. Algún estúpido humano le había invocado. Se las arreglaría para devorar su alma sin romper la promesa. Siempre había un resquicio. Una frase mal construida, un doble sentido o un descuido debido al nerviosismo que provocaba su mera aparición eran los errores habituales. Se levantó el demonio cual alto era y desplegó sus enormes alas de murciélago. Su envergadura era el doble que la de un hombre y su piel rezumaba fuego.
Cuál fue su sorpresa cuando notó que el confinamiento estaba roto. Los cuencos de sangre estaban vertidos y fuera de su sitio. Más allá del borde del pentagrama estaba el brujo invocador, tendido en el suelo sobre un enorme charco de sangre. Le entró la curiosidad de qué podría haberle pasado. Muchos brujos cometían errores en su invocación, pero aquello era de lo más extraño. La vida del brujo se iba a pasos agigantados, no podía perder tiempo en elucubraciones si quería devorar su alma. De un salto se plantó encima del brujo, le arrancó el corazón todavía latente y se lo comió, satisfecho. Fue entonces cuando, en el suelo, junto al ya cadáver leyó en letras de sangre:

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Buen provecho.

Sí, en los cuencos había sangre vertida de otros cinco hechiceros, podía olerlo claramente. Pensó en ir en su búsqueda y atormentarles, pero oyó el clamor de un millón de almas dentro y fuera de aquella ciudadela y vio más atrayente la idea de masacrar a cuantos pudiera. A fin de cuentas el tiempo de que disponía en aquella tierra era muy limitado; podía aprovecharlo mucho mejor. Y los brujos fugitivos, a fin de cuentas, le habían hecho un favor.

Lo que ocurrió entonces en la Fortaleza Negra fue una masacre en toda regla que no se relatará aquí. Los hechos de interés para el mundo entero siguen los pasos de los hijos del rey Salazar, que tras llevarse el libro de su padre siguieron estudiando las artes negras. Cuando el libro se les quedó corto, averiguaron los nombres de un par de diablillos que podían invocar sin correr peligro y de los que aprendieron cosas más allá de dónde había llegado su padre. Fundaron una hermandad secreta y adoptaron las dos serpientes mordiendo su propia cola como emblema. En su primer juramento, entre otras, dijeron estas palabras:

Gracias padre por la vida que nos diste.
Lo mejor para todos siempre quisiste.
Pero te equivocaste.

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La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Nacimos en la anarquía cruel, pero libres
y nos trajiste al paraíso de reyes y leyes.
Y te embaucaron.

Caíste en el engaño de la ley y el orden.
Ahora nosotros haremos un mundo libre
con Sangre y Caos.


Herme se especializó en los encantamientos, Táner en conjuraciones, Famir en nigromancia, Abair en telequinesis, Fuzbiel en ilusiones. Buscaron la forma de alargar sus vidas o, al menos, su presencia en aquella tierra. Vieron en las bestias más salvajes los aliados perfectos, pues aquéllas por naturaleza se comportaban como ellos deseaban. Les fue muy fácil atraerlas a su seno, alimentarlas en criaderos, dirigirlas contra elfos, hombres y enanos, que vivían siempre recelosos de ellos mismos. Ejércitos formados por hordas y hordas de alimañas de multitud de razas, sus cruces genéticos y tres dragones servían a sus planes. Batallaron durante siglos contra todo gran reino conocido. Arrasaron el reino de Gûl y el de Hyragma, destrozaron el reino enano de las Colinas Rojas y realizaron otras innombrables fechorías. Todo iba bien según sus planes. Hasta que apareció aquella espada de poder.

31. Los hijos del rey Salazar

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal