La tarea de recuperación y limpieza fue árdua. Llevaron todos los cuerpos de los muertos orcos de nuevo a las fosas. Se encargaron entonces de incinerarlos y evitar así que volvieran a levantarse. La humareda llamó la atención de los habitantes de Peña Solitaria que, viendo que eran varias columnas ardiendo al unísono, pensaron que era una táctica de los fedenarios que querían incendiar el bosque entero por alguna siniestra razón que se les escapaba. No obstante, llegar hasta el orígen de cada columna de humo no les fue nada fácil, pues los elfos llevaban siglos ocultando las fosas de la vista de los viandantes y era complicado llegar hasta ellas a pie. Vallathir podía dar fe de ello, pues muchos días perduraron las heridas que la maleza le provocó el día que persiguió al nigromante de fosa en fosa. Aún así, los soldados tharlerianos fueron insistentes y llegaron hasta ellas. Cuando descubrieron qué era lo que provocaba el humo se quedaron boquiabiertos. Alguien había construido esas fosas, recubiertas de piedra, para incinerar orcos.
—Las ramas de los árboles circundantes han sido cortadas recientemente —dijo uno de los soldados.
—De no haberlo hecho, las llamas hubieran incendiado el bosque entero —concluyó otro.
No entendiendo qué sucedía allí exactamente, montaron campamentos en las fosas como si estuvieran defendiendo un punto estratégico militar de importancia, mas no obtuvieron más información. Dieron por sentado que los fedenarios no tenían nada que ver con aquello y se realimentó la antigua leyenda de que en aquel bosque vivían unos espíritus invisibles que cazaban por la noche, unos demonios blancos que moraban en los árboles y mataban a todo aquel que dañara el bosque. Los soldados usaban las propias fosas para quemar allí sus propios orcos muertos que inevitablemente se cruzaban en su camino, pero finalmente, viendo que su estancia allí era del todo inútil, y el hecho de que por las noches oían sonidos extraños y sombras blancas cruzar de árbol en árbol, acabaron por abandonar sus campamentos y volver a sus quehaceres anteriores al avistamiento de las columnas de humo.
En cuanto a los muertos elfos, se les hizo el ritual de despedida élfico, con la pira funeraria. Se las arreglaron para que el humo no delatara la posición de Ber’lea, repartiendo las ceremonias en espacio y en tiempo. Drónegar no fue incinerado, pues ese fue el deseo de su mujer y su hijo. La Comunidad élfica aceptó que fuera enterrado cerca del jardín, y según las costumbres humanas.
Cuando se estableció una cierta normalidad en Bernarith’lea empezaron a discutirse los dos cargos de liderazgo más importantes. Nadie dudó en nombrar a Derlynë como nueva Líder Espiritual y obtuvo además el título de Doncella del Agua. En cuanto al puesto de Líder Natural todos pensaron en Endegal, pues aunque su sangre era medio élfica, había demostrado ser un digno sucesor de la línea de sangre de Ghalador, padre de su padre Galendel. Pero Endegal desapareció un día sin despedirse de nadie. Su corazón estaba demasiado destruído y necesitaba encontrar un nuevo lugar donde reconstruirlo y rehacer su vida. Bernarith’lea y Peña Solitaria le recordaban demasiadas cosas, así que optó por marcharse muy lejos de allí, sin destino fijado.
Ese hecho marcó otros dos; Bernarith’lea se quedó sin Líder Natural y La Purificadora de Almas la atesoró Vallathir. Cuando le preguntaron al paladín cuál iba a ser su destino, respondió:
—Soy un proscrito en Tharler, un traidor a la Corona. No puedo quedarme en este reino y mi sitio no está en esta comunidad. Volveré a la Sierpe Helada, a la fría tundra, donde mi única preocupación sea sobrevivir.
—Llévame contigo —le suplicó Téanor—. Quiero aprender de ti, el mejor maestro que pueda tener. Curtirme en la Sierpe y aprender del frío.
—Eres un joven intrépido, Téanor. Y bravo luchador. Pero quizás tu lugar esté con tu madre.
—He estado pensando en eso, Vallathir —dijo Dorianne—. Oresthed nos ha decretado a los tres como traidores y amenaza para el reino de Tharler. A nosotros tres y al mediano. No nos conviene pisar este reino ni sus alrededores, pues los soldados nos capturarían para llevarnos hasta el nuevo rey y sufrir allí sus terribles torturas. Mi sitio y el de mi hijo tampoco está aquí, entre elfos. La Sierpe me parece un lugar apropiado. Suficientemente lejos de Oresthed y donde nadie nos conoce.
—Sinceramente, dama Dorianne, no era el viaje que tenía pensado. Necesito un tiempo de soledad y recogimiento personal, apartado de todo y todos.
—No seremos una carga. Nos has visto pelear a ambos. Sólo te pido que nos dejes acompañarte hasta la Sierpe. Conoces bien el territorio. Llévanos hasta alguna aldea hospitalaria y buscaremos la forma de rehacer allí nuestras vidas. Luego puedes aislarte del mundo, si ese es tu deseo.
—El viaje es largo. Preferiría hacerlo sólo.
—Se lo debes a Drónegar.
—Tienes razón. Se lo debo. Aceptaré tu proposición para honrar su memoria. Sin su tesón y su confianza ciega en mí no sé dónde estaríamos ahora mismo. Seremos compañeros de viaje. Conozco algunas aldeas apacibles que aceptarán gustosamente cuatro manos hábiles.
—¡Bien! —gritó Téanor.
Dorianne asintió, satisfecha.
A Aristel nadie le preguntó. Todos daban por hecho que el lugar del viejo druida era allí, entre elfos. Se sentía necesario en la recuperación de Bernarith’lea, parte de ella y partícipe de su día a día. Ya lo manifestó tiempo atrás; llevaba gran parte de su vida buscando elfos y por fin los había encontrado. ¿Qué mejor sitio donde vivir para un viejo druida?
Algoren’thel manifestó su deseo de ir más allá de las Colinas Rojas y encontrar Lytherith’lea, la aldea élfica de Yuvilen Enthal. Vallathir dijo entonces:
—Si encuentras a Yuvilen Enthal, dile de mi parte que es un canalla. Sin él no hubiéramos derrotado al Mal, pero nosotros le rescatamos de su tortura de cinco milenios. Nos dijo que curaría nuestras heridas y las de esta comunidad élfica y nos ha dejado en la estacada. Dile que si invoca a La Purificadora y a su portador, acudiremos gustosos para darle su merecido. Está en deuda con nosotros y con los elfos de Ber’lea.
—Se lo diré. Todos hemos sufrido pérdidas muy dolorosas en esta aventura. Salvo él. Parece ser el único que ha salido indemne de todo esto. Cuando ha podido, se ha escabullido de sus responsabilidades. Creéme que no seré suave.
—Cuesta de creer que alguien con tanto poder eluda ayudar al necesitado . El poder conlleva responsabilidades. Todo ser honorable debería guiarse por esa máxima —intervino Derlynë.
Avanney, a pesar de ser la última en hablar con Yuvilen Enthal, simplemente asintió. El paladín intuyó que la bardo ocultaba algo, como si Yuvilen le hubiera revelado algún secreto que no podía contar. Como si en el fondo entendiera las razones del Hechicero Supremo.
—¿Me acompañarás en mi viaje, Avanney? —le preguntó Algoren’thel.
La bardo puso cara de sorpresa.
—Vaya, no me esperaba que alguien apodado El Solitario me invitase a ser su compañera de viaje.
—¿Eso es un sí?
—No. Iré a Fedenord, de momento. Yo también necesito un tiempo para asentar mis ideas, plasmar todo el conocimiento adquirido en estos días. Algunos sabéis que estoy escribiendo un libro sobre los Días Oscuros. Tras lo último ocurrido, seguramente ampliaré los hechos históricos hasta nuestros días, pues el mundo ha de saber qué sucedió, de principio a fin.
—Pensé que me acompañarías. Que te interesaría hallar Lytherith’lea para contrastar tus informaciones con la sabiduría de los Altos Elfos, si todavía existen.
—Seguramente vaya en busca de esa aldea más adelante. Pero de momento tengo información de sobra que necesito escribir para no olvidar los detalles. El proceso de escritura es un asunto solitario. Necesito aislarme, encontrar un refugio perdido donde nadie me moleste. Donde poder concentrarme y redactar las cosas en el orden y ritmo adecuados.
—Partiré solo, entonces —aceptó el elfo.
—Dime, bardo —interrumpió Aristel—. ¿Ya tiene título ese libro tuyo?
—Sí. Se titula “El libro de las Revelaciones”.