La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

16
Yuvilen Enthal y los Señores del Caos

Estáis aquí gracias a mí, cinco mil ciento treinta y tres años después. Un poco tarde, pero no demasiado tarde si me liberáis ahora mismo —dijo el Alto Elfo.
—No vayas tan deprisa. Has esperado cinco mil ciento y pico años. Un poco más o un poco menos va a dar igual.
—No tienes ni idea de lo que ocurre aquí dentro.
Avanney ignoró el comentario.
—Los escritos hablan de cinco hechiceros elfos cuyas almas fueron absorbidas por la espada mientras la encantaban.
—En realidad éramos seis hechiceros. Sólo yo pude evitar que me absorbiera el alma. Finalizado el encantamiento, se la ofrecí entonces a Aunethar, paladín de Tarl-haor.
—¡Conociste a Aunethar! —exclamó Vallathir.
—¿Lo conocí? Ambos luchamos codo con codo contra esta Hermandad del Caos. Hasta que me capturaron, claro está.
—Aunethar mencionó tu nombre. De momento, tu historia encaja con lo que sabemos.
—¿Sigue vivo Aunethar? ¿Cómo es posible, después de tantos años? ¿Porqué no está aquí, en ese caso?

Vallathir iba a decir algo, pero Avanney le hizo callar. El elfo llamado Yuvilen Enthal entendió que debía de seguir hablando él porque aquella mujer que lo interrogaba tan severamente no quería darle pistas.

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—Luchamos contra los cinco componentes de la Hermandad, en Hyragma. Dernizyvalath el Verde, que estaba de su parte, me derrotó. Aunethar consiguió escapar, a mí me trajeron aquí. Sé que Aunethar y La Purificadora mataron días después al dragón. Poco después desaparecieron y no se ha vuelto a saber nada.

—¿Y cómo puedes saber tú eso, estando aquí preso?
—Ah, humana, el oído de los elfos llega muy lejos, y aquí, con estos cables que me unen a la roca pura, me llegan muchas vibraciones interesantes. ¿Sabías que el sonido no es más que meras vibraciones? La Hermandad ha estado buscando a Aunethar y la espada durante todo este tiempo, sin éxito, porque saben que La Purificadora de Almas puede acabar con ellos. Gracias a los sonidos de la roca he podido saber también que acabáis de perder a un compañero en una de las fosas de deshechos orcos. Se llamaba Fëledar, si no he escuchado mal. Una lástima su muerte, parecía un noble guerrero.

—¿Una de las fosas? ¿Hay más?
—Decenas. ¿Qué ocurrió con Aunethar?
—Lo que nos contó es que se ocultó en un lugar de la Sierpe, que es donde lo encontramos. Su hazaña con el dragón provocó muchas envidias. Muchos quisieron arrebatarle la espada. Al final un mago le petrificó, pero no consiguió encontrar La Purificadora, pues desconocía la utilidad de la vaina mágica. Nosotros le encontramos hace poco. El mago que nos acompañaba, que luego supimos que era un enemigo, deshizo el hechizo. Al poco, Aunethar sintió en sus carnes el peso de los años transcurridos y enfermó. Cedió la espada a Endegal y éste ahora se la ha cedido a Vallathir.
—La espada no acepta a cualquiera. Si ha pasado a través de dos de vosotros es porque cree que la usaréis sabiamente para acabar con el Mal. Liberadme, por favor os lo pido.
—¡Liberémosle! —dijo Vallathir impaciente—. Ha quedado probado que está de nuestro lado.
—No hasta que obtengamos toda la información que necesitamos. En cuanto le liberemos nos contará sólo lo que le convenga. Y tengo todavía mis dudas sobre cuál es su papel aquí.
—Estúpida humana. Sin mí estáis perdidos. Sólo tenéis una oportunidad de eliminarles para siempre y es conmigo. Soy un poderoso hechicero. Mi intervención en este asunto es crucial.
—Si tan poderoso eres —dijo Avanney—, ¿por qué no te liberas tú mismo?
—La piedra de sangre que tengo en el pecho. Bloquea mi magia. Si me la quitáis veréis cómo me libero.
—Eso luego. ¿Y por qué te tienen aquí? ¿Por qué no te mataron? ¿Te han estado torturando durante cinco mil años para que les des información sobre La Purificadora?
—No. Eso lo hicieron los primeros tres años. Vieron que era inútil sonsacarme nada. Aquí me tienen por mi sangre.
—Explícate.

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—Oh, veo que sabéis menos de lo que esperaba. Voy a resumirlo. La Hermandad utiliza la Magia Negra, también conocida como magia de la sangre. Esa magia altera los ciclos de la vida y de la muerte, controla los flujos de energía vital. Ese es su campo principal. Para los hechizos más poderosos necesitan derramamiento de sangre. La calidad de la sangre es vital, a mayor calidad, mayor poder obtenido. Y si se vierte en un altar, también se amplifica.
—Insinúas que tu sangre es muy valiosa para ellos.
—Soy un Alto Elfo Hechicero Supremo. Una gota de mi sangre equivale a toda la de un humano como tú. Me han alargado la vida, evitando mi muerte. Me han alimentado artificialmente con ese tubo, directo a mi estómago. Mi sangre fluye a través de estos cables y contribuye a sus planes.
—¿Y el altar? No veo ninguno aquí.
—Delante de vuestras narices. Esta enorme sima es, toda ella, un altar. El centro mismo del altar, porque el altar verdadero es más enorme de lo que podáis imaginar. Se ramifica, a través de esas vigas, a través de esos túneles, hasta territorios muy lejanos.
—Ahora lo entiendo todo... Vi estas vigas en una cueva de la Sierpe Helada. Tienen estas vigas por todo el territorio, convirtiendo cada palmo de tierra en un altar donde cualquier gota de sangre que se vierta la aprovechan para sus hechizos. Las vigas que construyen esos enanos blancos.
—Enhorabuena, humana, eres más inteligente de lo que pareces. Llevan más de cinco mil años aprovechando cada gota que se vierte en esta parte del mundo.
—Pero...

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—Sí, sé lo que te estás preguntando. En principio, un hechizo ha de realizarse cuando se vierte esa sangre. Pero ellos ya no lo hacen así. Han depurado la técnica. Acumulan esa energía mágica; han encontrado el modo de hacerlo. El altar les proporciona esa energía y ellos la almacenan para usos posteriores.
—¿Dónde? ¿Para qué la almacenan?
—Si salimos de aquí y miramos casi al frente, al otro lado de la sima, hay un enorme artefacto. Sé que su núcleo es una enorme piedra de sangre. Veo que también tendré que explicar eso. Es como la piedra que tengo en el pecho. Es una piedra vampírica. El mero contacto directo con la piel de un ser vivo, drena su energía. La que tengo en el pecho está modificada para además anular mi magia. Pero el artefacto va mucho más allá. Está revestido de acero y mithril y la ciencia que utiliza escapa a mi comprensión. Recibe energía mágica, o sangre, y la acumula. Puede emitirla luego en un flujo continuo para usarse cuando la necesiten.
—A día de hoy debe de tener acumulada mucha energía mágica. ¿Para qué la quieren?
—Para invocar a Ommerok, dios del Caos y la Destrucción. La finalidad es clara.

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—No creáis que es una fantasía. Ya lo hicieron. Hace cuatro mil quinientos años, con la energía de quinientos años acumulada lo intentaron. Se abrió el portal dimensional, pero no fue lo suficientemente grande y estable. Ommerok apenas asomó un tentáculo, como tanteando esta realidad, y se fue por donde vino, incapaz de pasar. Ahora hay cuatro mil quinientos años acumulados.
—¿Y es suficiente para invocarle?
—Ni siquiera ellos lo saben. Han aprendido a ser pacientes, así que no han querido precipitarse esta vez. Querían esperar hasta los cinco mil años, aunque podéis estar seguros que si ven su plan amenazado lo pondrán en marcha de inmediato. Y están nerviosos. Sospechan que La Purificadora ha resurgido.
—¿Cómo sabes eso?
—Los objetos de poder que crearon. Tres de ellos han sido eliminados por completo. Sí, ellos lo saben. No saben los detalles, pero saben más o menos por dónde anda cada uno. Los eliminasteis vosotros, ¿verdad? El Guantelete del Vigor y la Furia, la Vara del Fuego y el Medallón del Rencor Oscuro.
—Así es —dijo Avanney—. Los crearon para sembrar el Caos, ¿verdad?
—Sí, para mantener ocupados a los distintos reinos y razas con guerras internas y externas. Y acelerar el derramamiento de sangre para sus propios intereses. Los enanos de las Colinas Rojas recibieron un pico que...
—Lo sabemos. El Pico de Haîkkan. De momento el pico no ha sido destruido. Está cumpliendo una función muy concreta.
—¡Insensatos! ¡Está destinado a liberar a Ankavynzequirth el Rojo! ¡Si liberan al dragón, tendremos otro temible enemigo al que batir!
—Ya nos ocuparemos de eso —dijo Avanney quitándole importancia—. Lo más importante ahora es eliminar a La Hermandad y frustrar la invocación de Ommerok. Lo del dragón es una minucia en comparación. Hemos venido aquí en cuanto hemos sabido de la existencia de esta guarida.

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—Te he de dar la razón en eso, humana.
—He contabilizado cuatro objetos de poder —intervino Vallathir—. ¿Qué hay del quinto?
—No tengo muchos datos sobre ese quinto objeto de poder. Sé que lo llaman La Esfera, pero no se habla mucho de ella.
—Está bien, me has convencido —dijo Avanney finalmente—. Estás de nuestra parte y te necesitamos. Voy a quitarte esa piedra vampírica del pecho.
—Al fin. Cuidado, no la toques directamente.
—Tengo guantes —dijo.
Se los puso y amarró la piedra. Tiró con fuerza. Estaba muy incrustada en el pecho.
—Tendré que usar esto —dijo, enseñando un pequeño puñal.
—Adelante —concedió el elfo milenario.
A todos les recordó aquel encarnizamiento al medallón de Alderinel y lo que costó de desincrustarlo de la piel del elfo renegado. Pero ahora no tenían mucho tiempo, y Avanney no podía andarse con tanto cuidado, así que tuvo que cortar piel necesariamente. Finalmente extrajo aquella piedra. La observó, con sus trozos de piel pegadas en la superficie de una de sus caras. La lanzó contra la pared y ésta estalló en decenas de astillas. El pecho del elfo, de carne blanquecina, mostraba una gran llaga rosada.

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Yuvilen Enthal pronunció unas palabras y los cables saltaron de su piel. Él cayó al suelo. De cada cable salía un poco de sangre que, cada uno de ellos, se afanaba en recuperar tanteando el suelo.

—Ayudadme a levantarme.
Le socorrieron Vallathir y Algoren'thel. Ante la mirada inquisitiva de Avanney, agregó:
—Todavía estoy débil, pero me recuperaré rápido. Dadme una lemba. Me ayudará. La llevo oliendo desde que forzasteis la cerradura.
Se la ofrecieron y la devoró. Era la primera vez que masticaba en cinco mil años, pero no parecía habérsele olvidado.
De repente, los cables, como finos gusanos hambrientos de sangre, se movieron convulsionados en busca de su víctima. Al no encontrarla, emitieron un agudo y pulsante chillido.

—¡Qué demonios! —gritó Vallathir. Se metió en medio de ellos y fue cortándolos con la esperanza de que dejaran de emitir ese sonido que seguro les delataría.
Pero el sonido no paraba.
—Ya saben que estoy libre —dijo Yuvilen Enthal—. Ahora toca correr para cumplir nuestra misión.
—Tú lo sabías... —le acusó Avanney—. Sabías que en cuanto te liberásemos se enterarían.
—Lo suponía, sí. No lo negaré. Pero no había otra opción. Habéis tenido la enorme suerte de encontrarme y gracias a eso tendréis una mínima posibilidad de eliminar a la Hermandad del Caos. Sin mí estabais abocados al fracaso.
—No ha sido suerte. Es la única puerta en toda la zona. Eso nos atrajo hasta aquí.
Mientras hablaba, empezaba a andar con dificultad, pero ya sin el apoyo del paladín y Algoren'thel. Con un movimiento de manos cubrió mágicamente su cuerpo de unos ropajes élficos. Ya no estaba desnudo. Se dirigió a la puerta andando cada vez con paso más firme. Su porte ahora imponía bastante y apenas recordaba ya al guiñapo cautivo atrapado entre cables.
—¡Vamos! No podemos perder tiempo. Vendrán a por nosotros con todo su ejército.

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Endegal continuaba apoyándose en Elareth. Vallathir y Algoren'thel seguían al Alto Elfo. Avanney, extrañamente, se había quedado atrás, observando suelo y paredes. Endegal dio por sentado que la bardo estaba, en su línea, recabando información sobre el lugar, los artefactos y todo lo que considerase de utilidad. El semielfo dudaba ahora mismo de esa utilidad práctica. Urgía más salir de allí rápido, antes de que se les viniera encima el enemigo.

—Avanney...
—Voy —contestó mientras se levantaba del suelo. Había cogido algo. Les adelantó con paso ligero.

Al traspasar el umbral de la puerta percibieron que el ambiente había cambiado por completo. La sima entera bullía. Miles de alimañas y monstruos miraban o se dirigían hacia ellos, como si un gran ojo les hubiera señalado. Aquella sensación les encogió el corazón a Endegal, Elareth y Algoren'thel. Yuvilen Enthal y Avanney parecían meros espectadores que simplemente estaban analizando la situación. Vallathir, por el contrario, estaba excitado; la espada le transmitía esas emociones.
El Hechicero Supremo se acercó a Endegal y le puso una mano en el pecho. Se iluminó ligeramente. Endegal se enderezó un poco y dejó de apoyarse en Elareth.

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—Medio elfo, no puedo sanarte más por ahora. No estoy en mi mejor momento. Tendrá que bastarte.
—Bastará. Gracias. Necesitaré una espada, ya que la Purificadora ha cambiado de manos.
Vallathir no escuchó, estaba demasiado ansioso por entrar en combate. De haberlo hecho, Endegal dudaba de que le devolviera la espada. Tampoco estaba seguro de querer comprobar si la Espada del Bien le rechazaría ahora.
—Dentro de poco tendrás miles de espadas a tu alcance. Espero que encuentres alguna de tu gusto, aunque sean de factura orca.
No le tranquilizaron demasiado aquellas palabras, pues mermado como estaba tanto de energía como en miembros, le iba a resultar difícil defenderse o apoderarse del arma de algún enemigo.

El Hechicero se acercó entonces a Elareth y tocó su aljaba.

—Que no te falten flechas en estos momentos difíciles. Vas a tener que disparar cientos de ellas. Llegarán tan lejos como te alcance la vista.
El carcaj emitió un reflejo verde, y la elfa entendió perfectamente las implicaciones.
—¿No hay implicaciones secundarias con la creación de tanta materia de la nada? —preguntó Avanney.
—Ah, mujer bardo —dijo el hechicero—. Veo que algo sabes de la ciencia mágica, al menos de principios sobre la materia y la energía. Te imaginas a alguien disparando flechas de esta aljaba y otras similares durante mucho tiempo y ves que pasado un tiempo el mundo quedaría sumergido en un mar de flechas. En efecto la sustancia no sale de la nada, está prestada durante un tiempo, luego vuelve a su manantial de origen.

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Avanney pareció satisfecha con la respuesta. Los demás simularon entender algo de aquella discusión.

—Toma mi sable élfico —le dijo Elareth a Endegal—. Mi arco va a tener mucho trabajo ahora mismo.

Endegal aceptó el sable, pero ella no lo soltó de inmediato, provocando intencionadamente que sus dos cuerpos se tocaran. Sus miradas lo decían todo. Elareth no pudo evitar besarle.

—Elareth... Has sido mi sustento más tiempo del que imaginaba. Siempre has estado ahí, a mi lado. Tarde me doy cuenta.
—Nunca es tarde, amor mío.
—Quizás hoy sea nuestro último día en vida y siento que he perdido el tiempo lejos de ti.
—Nada de eso, Endegal el Ligero. Muchos años nos aguardan todavía juntos. Voy a luchar por eso, aunque tenga que clavar una flecha en el ojo de Ommerok. Y juro que lo haré si es necesario.
—Tortolitos, basta de cháchara —atajó Avanney—. Los tenemos encima.
En efecto, un río de bestias se les acercaba por el camino. Tanto por delante como por detrás, acorralándolos. Eran miles.
—El problema real no son ellos —dijo Yuvilen Enthal—, salvo porque nos pueden retrasar en nuestra misión. Nuestro objetivo es aquél —señaló el artefacto acumulador de energía mágica.
—Me gusta tu optimismo, hechicero —apuntó Endegal—, pero los orcos me parecen un problema mayor ahora mismo.
—Yuvilen Enthal tiene razón —dijo Avanney—. Da igual que sobrevivamos a los orcos. Si ponen en marcha la máquina y abren el portal, el horror que emanará de él acabará con millones de vidas.
—Apartaos de mí —dijo el Alto Elfo—. Voy a intentar destruir el artefacto desde aquí. Podría heriros gravemente.
—¿Puedes hacer tal cosa? —dijo el Solitario.
—Tengo la obligación de intentarlo.

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Obedeciendo al hechicero, se alejaron de él dándole espacio. Elareth empezó a disparar sus flechas mágicas contra los orcos y demás bestias, comprobando así que, por mucho que disparara, en su carcaj siempre había cinco flechas dispuestas, y las que lanzaba tenían un alcance enorme. Poco tardó en acostumbrarse y ajustar sus disparos, ya que ahora no necesitaba tener en cuenta prácticamente la parábola de caída.

Yuvilen Enthal recitaba una letanía mientras realizaba unos movimientos con los brazos y manos. Las piedrecitas alrededor suyo empezaron a agitarse. Acercó sus manos como si estuvieran sosteniendo una esfera invisible desde su costado derecho. Aumentó el volumen de la letanía; se puso tenso. Una vena de su cuello se hinchó. Las piedrecitas empezaron a levitar. Del interior de sus manos empezó a brillar una pequeña esfera de energía celeste. Sus pies se hundieron en el suelo como si pesara miles de toneladas. La pequeña esfera aumentó considerablemente de tamaño; casi ya no le cabía entre las manos. Sus emanaciones tiñeron de luz azul el costado del hechicero. Lanzó entonces las manos hacia delante y un chorro de energía salió despedido hacia su objetivo.

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El rayo impactó contra el artefacto acumulador con gran violencia. Aunque estaban lejos, pudieron advertir como se desprendían partes de los caminos adyacentes, cayendo rocas y alguna viga debido al estruendo. Cuando se disipó el polvo, se dieron cuenta de que el artefacto parecía estar intacto. Al menos no se había movido de su sitio.

—No me puedo creer que siga en pie después de eso —dijo el Solitario.
—Tal vez hayas conseguido estropearlo, cuando menos —dijo Vallathir.
—No —atajó el Alto Elfo—. No ha sufrido ni un solo rasguño. He comprobado lo que me temía. Tiene una barrera mágica muy poderosa. Tal vez La Purificadora pueda atravesarla.
Las dos serpientes negras que conformaban la marabunta de orcos y otras bestias estaba ya muy encima de ellos, a punto de aplastarlos entre ellas. De hecho, los más adelantados ya estaban catando el filo de la Purificadora de Almas, el sable que manejaba el semielfo, las Dos Hermanas de Avanney y los duros golpes de Galanturil. Elareth ya hacia tiempo que no paraba de asaetear enemigos; había perdido ya la cuenta de cuántos había abatido. Yuvilen Enthal parecía estar recuperando fuerzas por tamaño esfuerzo.
—Nos vendría bien que repitieras ese rayo hacia los orcos —observó la elfa sin dejar de disparar flechas.
—Ojalá pudiera. Pero me temo que no podré repetir eso hasta pasado un buen tiempo.
—Estamos jodidos, entonces —apuntó la bardo. Los orcos llegaban con más frecuencia. Empezaban a no dar abasto eliminándolos.
—Tranquilos. Tengo hechizos bastante útiles para estos casos.
—¿Y a qué demonios esperas? —le apresuró Endegal que, con un solo brazo y sin La Purificadora empezaba a fatigarse más de lo habitual en él.
—Necesitaba un respiro. Fijaos ahora.

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Con el dedo índice trazó una línea imaginaria que, en el suelo se materializó como una línea intensa de luz roja, varios metros por delante de ellos. A continuación, hizo lo mismo varios metros por detrás de ellos. Los orcos que pisaban las líneas se quemaban los pies, circunstancia que aprovechaban hombres y elfos para abatirles con más facilidad.

—La verdad, hechicero —dijo Vallathir tras partir en dos a un troll— que después de lo que hemos visto, me esperaba algo más impresionante y efectivo.
Yuvilen Enthal esbozó media sonrisa. Empezó con las manos agachadas, pero las palmas hacia arriba. Dijo algo entre dientes que nadie entendió. Alzó los brazos rápidamente y, obedeciendo sus órdenes, de cada línea de fuego, emanó un muro de llamas, las más intensas que jamás habían visto, como si las avivaran con un millón de fuelles. Endegal recordó el muro de fuego de Abdyr; palidecía en comparación a estos, claramente. Conforme los enemigos iban tocando sus respectivos muros de fuego, les envolvía unas llamas tan intensas como las del propio muro y morían casi en el acto, carbonizándolos.

—Vale —aceptó el paladín—, me has vuelto a impresionar.
Las bestias que estaban más cerca vieron lo que les ocurría a quien osara atravesar los muros y se detenían aterrorizadas. Pero las que venían por detrás apenas podían frenar su ímpetu, de tal modo que las de delante eran empujadas y atravesaban el muro a la fuerza, calcinándose, y las de en medio eran aplastadas por las que venían por detrás. Los cadáveres quedaban al poco reducidos a polvo.
—¿Y ahora, qué? —dijo Endegal—. Estamos a salvo y atrapados al mismo tiempo.
—Ahora, avancemos —dijo el Hechicero Supremo.

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Dio unos pasos hacia delante y los dos muros de fuego avanzaron a su paso. Por detrás de ellos los cadáveres se iban reduciendo. Por delante, aumentando, ya que los orcos no podían retroceder y el muro se les echaba encima. El Alto Elfo entonó un cántico y al instante se formó delante de él un pequeño remolino de viento que iba esparciendo las cenizas orcas hacia el centro de la sima, despejando el camino mientras avanzaban. La escena era dantesca. Yuvilen Enthal avanzaba sin descanso al mismo ritmo que los orcos de iban calcinando y esparciendo. Los gritos de dolor y terror de las bestias era desolador, aunque al Alto Elfo parecía no afectarle lo más mínimo.

Pero en un momento determinado, entre los cuerpos que se consumían sin remedio, apareció una imponente figura, aparentemente inmune al fuego. De notable altura, vestía una túnica granate con capucha y ribetes plateados. El rostro lo llevaba oculto, pero sus manos eran negras como el carbón. Vallathir percibió que Yuvilen Enthal retrocedió un paso.


Maldito elfo.
Sigues dando guerra con tus burdos trucos de feria.
Pero se acabó.


El encapuchado levantó el puño y todos los orcos, del primero hasta el último, dejaron de empujarse y, en consecuencia, de morir aplastados o abrasados. Pisó la línea de fuego y la borró como si estuviera esparciendo un puñado de arena. El muro de fuego desapareció en el acto y aparecieron detrás miles de rostros orcos, expectantes a una orden de su amo. Pronto entendieron que él mismo iba a encargarse del asunto.
Avanney y compañía palidecieron al ver la facilidad con la que aquel encapuchado anulaba tan poderoso hechizo. Vallathir estaba excitado al máximo. La Purificadora clamaba por rebanarle el pescuezo a aquel temible enemigo, pero se detuvo al ver que Yuvilen, que estaba delante de todos, tomaba la iniciativa. Extendió los brazos hacia el encapuchado y, de los dedos, empezaron a salir unos rayos eléctricos que, como zarcillos, se agarraban al manto de su objetivo. El encapuchado no pareció impresionarse por ello, sin embargo, cuando un rayo perdido alcanzaba a algún orco de atrás, sufría quemaduras y fuertes convulsiones. Yuvilen siguió lanzando esos rayos durante un tiempo más, sin éxito.

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Yuvilen Enthal.
Estás débil.


Entonces, el encapuchado realizó la misma maniobra para demostrar su superioridad. Alargó sus brazos hacia el Alto Elfo y de sus dedos emanaron una serie de rayos que alcanzaron a Yuvilen Enthal de pleno y lo sumieron en fuertes convulsiones, tirándolo al suelo.
Elareth cargó su arco, pero en medio tenía a Vallathir, que ya se había lanzado al ataque. El encapuchado le vio venir y dirigió sus rayos eléctricos hacia él, pero estos quedaban atraídos por La Purificadora, que parecía absorberlos sin mayor problema. Cuando el paladín estuvo suficientemente cerca descargó un tajo que rebanó una de las manos del encapuchado.


¡La Purificadora de Almas!
¡Aquí!

Parecía dolerle más ese hecho que la amputación que acababa de sufrir en sus carnes. Vallathir, a sabiendas de la peligrosidad de su enemigo, lanzó un segundo tajo, pero su objetivo se elevó en el aire a tiempo y apenas pudo rasgar ligeramente la parte baja de la túnica. Elareth disparó hasta cinco flechas, pero se detuvo al observar que salían rebotadas del encapuchado del mismo modo que lo habían hecho contra la araña monstruosa, sin llegar a tocarle. El encapuchado levitó todavía más, tomando altura. Cruzó su brazo derecho por delante de él con la mano plana, como si fuera un sable. Un fulgor rosado recorría el brazo entero. En ese mismo momento, los orcos corrieron despavoridos, imaginándose lo que se les venía encima.

—¿Qué demonios va a hacer? —preguntó Endegal.
—Nada bueno, seguro —contestó Algoren'thel.
Yuvilen Enthal empezaba entonces a levantarse.

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El encapuchado ejecutó un movimiento horizontal con el brazo, emulando un sablazo. Inmediatamente salió despedida una especie de media luna de energía rosada que impactó en la pared por encima de ellos. Ésta crujió y, tras un estruendo, una avalancha de roca y tierra los sepultó, junto a un buen puñado de orcos.

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“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal