La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

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Dedos en palacio

Sirve más vino —dijo el príncipe—. Vino para todos.

En ocasiones como aquélla Dedos maldecía a Drónegar por haberle metido en palacio en esas condiciones. Cierto era que el mediano había forzado un poco la situación para que Drónegar pudiera introducirlo en el corazón de la corte tharleriana para así tener acceso e influencias al más alto nivel, pero su situación actual era absurda. Todos los días recordaba aquel momento en el que entró en el castillo de Tharlagord de la mano de Drónegar y fue presentado al mismísimo príncipe Demerthed.

—¿Me pides permiso para salir hacia Vúldenhard? —le había preguntado entonces el príncipe a Drónegar—. ¿Acaso no es éste tu hogar?
—Mi señor —contestó aquél, siempre solícito y respetuoso—, mi lugar está donde vos o vuestro padre digan, por eso os consulto mi deseo de ir tras mis señores Emerthed y Vallathir. Toda mi vida os he servido a vos y a vuestra familia y este último año lo he pasado buscando al paladín del reino para hacerlo regresar y ayudar a Tharler en estos tiempos convulsos.
—Eso es cierto, siervo Drónegar —interpuso el príncipe frunciendo el ceño—. Habéis hecho una buena labor con Vallathir.

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Las palabras habían sido pronunciadas no sin cierta carga de palpable sarcasmo, cosa que, aunque Drónegar no dio muestras de captar, no le pasó en absoluto desapercibida al mediano. En realidad, Demerthed estaba molesto por la llegada de Vallathir, pues apenas pisó aquél el suelo de la ciudadela de Tharlagord se le abrieron todas las puertas del reino. Todo fueron loas y vítores, halagos interminables para el paladín real. Su propio padre, el Rey Emerthed, le dispensaba muchas atenciones. Demasiadas, para su gusto. Tras tanto tiempo preparando el asalto a Vúldenhard codo con codo —él con su padre el Rey—, de repente aparece un plano de la ciudadela fedenaria en manos del capitán Moer, con anotaciones precisas de soldados, puestos de guardia y asuntos de importancia militar, supuestamente suministrado por un enigmático espía. Al mismo tiempo, aparentemente y por azares de la vida, vuelve Drónegar de su largo y alocado viaje a la Sierpe con el paladín del reino, años olvidado.

Aquello había trastocado sus planes de asaltar él mismo Vúldenhard, pues su padre había estimado que el paladín tenía más experiencia militar que el príncipe y le había dicho a él que su sitio era la Corte, ya que el castillo de Tharlagord no podía estar en manos de cualquier otro que no fuera su futuro rey. Aquello le sonaba ya a risa. A sus ochenta años, que todavía su padre le tratase como futuro rey era de chiste. Una vida entera preparándose para reinar. Toda una vida. Demerthed, el príncipe más preparado del mundo, tenía más posibilidades de morir de viejo que su propio padre.

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En fin, tenía que admitir que su primo Vallathir era mucho más joven que él y había sido adiestrado expresamente para comandar los ejércitos tharlerianos, pero por primera vez en mucho tiempo una ciudad fedenaria iba a caer en manos de Tharler gracias a él, el príncipe. Porque había sido él y no otro quien oyó hablar de aquel gnomo errante apodado “el chapucero” y movió cielo y tierra para traerlo al castillo y conocer si realmente sus habilidades estaban a la altura de los rumores. Y vaya si lo estaban.

Demerthed estaba seguro de que Vúldenhard sucumbiría (si no lo había hecho ya) gracias a las artes del chapucero y no de un estúpido plano o de un paladín regresado del hielo. El chapucero era conocido por su arte fabricando los artilugios más inverosímiles, sus líquidos corrosivos y su ciencia para obtener aleaciones metálicas con todo tipo de propiedades. Pero lo que llamó realmente la atención del príncipe fue cuando llegó a sus oídos que este gnomo vendía un polvo mágico capaz de multiplicar el fuego de una simple chispa de pedernal con efectos devastadores. Para venderlo, solía hacer una demostración que asombraba a propios y extraños y que consistía en lo siguiente: sobre una mesa dibujaba una linea con este polvo negro y en un extremo depositaba más de este polvo, formando un pequeño montículo. Luego colocaba un tazón boca abajo tapando el montículo. A continuación, cogía un bastoncillo y lo prendía con la antorcha que tenía encendida. Con ese bastoncillo encendido tocaba finalmente el extremo de la hilera de polvo negro e inmediatamente el fuego se multiplicaba y viajaba como si fuera un relámpago a través de la linea de polvo y hacía saltar en mil pedazos el cuenco de arcilla tras un estruendo. Cuando Demerthed consiguió que su padre viera la demostración con sus propios ojos, ambos supieron al instante que tenían en sus manos un arma poderosa que, con las cantidades necesarias, estaba destinada a romper murallas como si estuvieran hechas de frágil arcilla.

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Lo que no sabía Demerthed es que si bien Drónegar era el responsable de traer a Vallathir, Dedos era el supuesto espía que le había proporcionado a Moer el plano de Vúldenhard. De haberlo sabido, teniéndoles a ambos allí juntos, hubiera sospechado una conspiración contra su persona y los hubiera degollado allí mismo con su propia daga real y hubiera dado sus cuerpos a los cerdos que alimentarían a los comensales del próximo banquete que seguro realizarían en breve, cuando tuvieran noticias de la toma de Vúldenhard.

—Gracias, mi Señor —dijo Drónegar ignorando que se jugaba la vida con cada palabra que salía de su boca—. Ha sido para mí un placer servir al reino, pero he tenido la mala suerte de ser envenenado y salir de mi convalecencia demasiado tarde como para acompañar a Vallathir y Emerthed en su partida hacia Vúldenhard.

—Sí, conozco tu caso, siervo. Pero insisto, no sé a qué tanto interés por seguirles.
—Mi señor, sabéis que os tengo en gran estima —mintió descaradamente y probablemente el príncipe era consciente, pero era una formalidad necesaria—, pero siempre he sido el criado personal de vuestro padre y estoy seguro que necesitará de mis servicios allí en Vúldenhard.
—¿Insinuáis que yo no necesito de tus servicios del mismo modo que los pueda necesitar el Rey? Un príncipe también requiere de ciertas atenciones, máxime si el Rey no está presente.
—Soy consciente, mi señor. Por eso quería hablaros de mi acompañante.
Dedos le hizo una reverencia, a modo de saludo y de respeto.
—Ah, el enano. Me preguntaba qué pintaba él en todo esto.
—Soy un mediano en realidad, mi señor —dijo aquél—. Encontrará una sutil diferencia en que los medianos somos barbilampiños mientras que los enanos (y enanas) tienen una poblada barba y muchos menos modales que los de mi raza.
El príncipe rió escandalosamente ante aquella ocurrencia.
—Vaya, vaya, qué hombrecito más chistoso —dijo.
Drónegar tomó de nuevo la palabra para reconducir la conversación al punto que le interesaba porque no acababa de interpretar bien las reacciones de su príncipe.
—Como os venía diciendo, mi señor, conocí a Dedos en mi viaje a la Sierpe y me fue de gran ayuda para encontrar a Vallathir. El caso es que nos conocemos bien y tengo la total confianza en que él podrá sustituirme aquí en la corte mientras estoy en Vúldenhard a las órdenes de mi rey Emerthed. Puede quedarse en mi habitación personal, si así lo deseáis.
—De acuerdo —dijo—. Pero no va a recibir compensación ninguna. Tu salario lo compartirás con él, si así lo quieres, ya que me parece bastante osado que, sin venir a cuento, quieras convertir tu puesto de trabajo en dos en estos tiempos de guerra y carestía mientras abandonas aquí tus obligaciones. Puedes colocar a tu amiguito aquí si quieres, pero con mis condiciones.
—Me parece bien, mi señor —dijo el criado sinceramente. En realidad su sueldo era lo que menos le importaba en aquellos momentos—. Podéis entregarle la mitad de mi sueldo. Yo pondré al corriente al Rey para que reduzca mi salario en Vúldenhard a la mitad.

Dedos frunció el ceño. Aquello no le gustaba demasiado, pero no pensaba incomodar al príncipe, pues de lo poco que sabía de él, se decía que era muy dado a dar escarmiento a quien pusiera en duda su autoridad.

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—No —dijo aquél—. Haremos lo siguiente: tu salario completo lo retendré de momento hasta que regreses aquí. En ese momento te lo entregaré y podrás repartirlo con tu amigo del alma como mejor te parezca. Házselo saber así a mi padre, el Rey.
—Pero... —alcanzó a decir Dedos, pero él mismo se detuvo antes de meter la pata hasta el fondo. Lo de trabajar gratis no estaba en sus planes iniciales, pero mucho peor sería enfrentarse al irascible príncipe, tan aficionado a los castigos severos.
—Como gustéis, mi príncipe —acató Drónegar.
—Bien —dijo Demerthed—. Tienes pues mi permiso para abandonar Tharlagord y servir a tu Rey. Haz los preparativos para tu marcha. —Hizo una pausa y dirigió su mirada hacia el mediano—. En cuanto a ti, hombrecillo, tu trabajo empieza ahora mismo. Vamos a buscarte un vestuario más adecuado.

Aquel día lo tenía Dedos grabado a fuego en su memoria. Maldito día. No era fácil olvidarlo cuando tenía que llevar puesto aquel atuendo a todas horas, un ridículo traje de arlequín a rombos de colores, lleno de cascabeles y remiendos y algo apolillado. Y ni siquiera era de su talla; le venía grande por los cuatro costados. El príncipe tenía su propio sastre y podría haberle encomendado la tarea de hacerle un traje nuevo y a medida, tal y como le había sugerido uno de los consejeros, pero Demerthed rechazó de plano aquella propuesta, pues, según dijo, así resultaba todavía más gracioso. Dedos volvió a centrarse en su tarea; escanciar el vino a los nobles de Tharler sin derramar ni una gota si no quería que le patearan el culo y se burlaran de su suerte.

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—¿Dónde habéis conseguido a este bufón? —le preguntó uno de los nobles al príncipe—. En Isdenthar necesitamos urgentemente a uno como éste. Los caballeros y capitanes están demasiado tensos últimamente y necesitan soltar algunas risas para relajarse.
—Oh, fue un gran negocio, e inesperado —contestó el príncipe—. ¿Os podéis creer que cambié a un triste criado por esta joya? Y lo mejor de todo es que me ofrecieron el cambio los dos implicados, y me está costando gratis.
Los nobles más próximos saltaron en risotadas. También así los tres hijos de Demerthed, que indudablemente habían heredado de su padre su buen humor y sus ganas de jolgorio.
—Sois un hombre con suerte, o muy hábil con los negocios, mi príncipe —dijo alguien.
—Hombrecillo Dedos —le llamó—. Haznos unos juegos malabares.
Dedos se volvió resignado hacia el baúl de los juegos y tomó las mazas.
—No, no... Usa mejor esto —le detuvo Oresthed, el hijo mayor de Demerthed.
Al girarse Dedos hacia el príncipe éste le lanzó tres muslos de pollo grasientos que le impactaron dos en el cuerpo y uno en la cabeza. Las risas se multiplicaron.
—¡Príncipe Oresthed! —exclamó un noble de Loddenar—. ¡Tenéis una puntería encomiable!
Más risas.
—¡Caballeros! —se alzó Demerthed—. ¡Cien monedas de plata para quien acierte más veces a la cabeza del bufón cabezón!

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Inmediatamente a Dedos le empezaron a llover todo tipo de proyectiles, no todos ellos comestibles y algunos de dureza considerable. Como fue del todo imposible contabilizar los impactos de cada cual, Demerthed declaró nulo aquel concurso, pero a nadie le importó, pues la diversión pagaba con creces los ánimos de los allí presentes. La noche fue larga, como todas aquellas después de la noticia de la toma de Vúldenhard. Cada noche era una fiesta conmemorativa de la victoria. Ya en su habitación, comenzó a meditar como siempre hacía. A pensar.

Pensaba que, a pesar de las humillaciones, él se encargaba de compensarlas a su modo. Un cubierto de plata por aquí, una chuchería por allá... Siempre había algún bolsillo descuidado o un objeto de valor abandonado del que después podía sacar un buen precio en la ciudadela, cuando le permitían salir. Pero sobre todo se dedicaba a pensar en la promesa que le había hecho a Drónegar en su día y en todo lo que eso conllevaba. La había cumplido con creces. Había conseguido hablar con Dorianne, su mujer y le había dado su mensaje. Al segundo día de su estancia allí, descubrió que la mujer no estaba retenida en una sala de curación, sino en la mazmorra y bajo vigilancia, lo que le picó la curiosidad y puso todo su empeño en verla y saber más de aquel extraño asunto. Demasiados recursos para retener a la mujer de un simple criado, pensó. Lo logró de la siguiente manera:

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Primero se ganó la confianza de Boremac, el carcelero, apareciendo por allí simulando estar más bebido de lo que estaba y con una botella de buen vino de la bodega del príncipe medio vacía en sus manos. El carcelero no tardó ni un segundo en catar uno de los mejores caldos del reino y entablar una amigable conversación con el mediano.

—¿Cómo es que tienes en tu poder una botella del vino real? —le preguntó, curioso.
—Bueno, después de todas las burlas que me llevo cada día, y teniendo en cuenta que no me pagan por ello, creo que es de justicia que me cobre el salario en especies, ¿no te parece?
—¿Lo robas? —se extrañó. Y cuando Dedos asintió con un gesto, rió fuerte —. Increíble. Sabes que te pueden ahorcar por esto, ¿no?
—Bueno, mi vida aquí es una auténtica mierda y me parece que Demerthed no va a consentir que dimita de mi puesto si no es por muerte natural o accidental. Estos pequeños placeres son los que me mantienen con vida, no sé si me entiendes.
—Lo entiendo, lo entiendo —le dijo comprensivo—. No creas que mi oficio aquí es mucho más gratificante. Está mal pagado y es enormemente aburrido, ya que estos miserables no tienen opción ninguna de escapar. Salvo darles de comer, no hay nada oficial que me distraiga aquí. Así que de vez en cuando abro una celda para que se salga alguien y tener una excusa para darle una paliza, pero los muy cabrones ya se lo saben y aguardan acurrucados en un rincón de su celda a que les caiga la somanta palos, pero ya no es lo mismo, no lo disfruto igual.
—Ya me imagino. ¿Y qué hay de la mujer? —preguntó el mediano, temiéndose la respuesta.
—Ah, la zorra esa, de vez en cuando le doy una alegría al cuerpo. Ya sabes, para no perder la costumbre y sacar el veneno antes de que me corroa por dentro y me vuelva loco. Es bastante dura de pelar. Si te apetece puedo preparártela para que esté un poco más mansa, pero algún que otro arañazo te vas a llevar, eso seguro. —Se señaló una marca rosada en el cuello y añadió—: Mira, éste es de ayer.
—Ah, no, gracias. Estas celdas no parecen muy limpias y creo que hace años que esta gente no ha visto un baño. Llámame tiquismiquis, pero no me hace ninguna gracia meter mi espada desnuda en una vaina tan sucia.
—Bah, te tapas la nariz un rato y ya está. También tiene su morbo esto. A mí me pone.
—Sí, tú ríete, pero te estás jugando una infección o una enfermedad de esas chungas. —Dedos vio que sus palabras surtían efecto en Boremac y siguió explotando esa veta—: Conocí a un tipo que se le cayó a trozos por meterla donde no debía, y era un mocetón el doble de grande que tú. Y apostaría que más sano —apostilló apurando el culo de la botella.
—Joder...

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Después de aquella conversación, Boremac no volvió a violar a Dorianne nunca más.

—¿Y eso de ahí? —preguntó el mediano señalando un lugar concreto de la pared. De allí colgaba un escudo y dos hachas pequeñas cruzadas. No era nada solemne, ni tenía por qué serlo allí en las mazmorras. Lo que le llamó la atención a Dedos era la apariencia chusca del conjunto. El escudo, pequeño y abollado, estaba pintado de negro con lo que pretendían ser unas llamas que quemaban desde abajo. Las hachas de mano tenían un motivo similar: de mango negro y unas llamas rojas y amarillas en la empuñadura. Lo peor eran las cabezas metálicas, oxidadas, con un ojo pintado de ceño enfadado y unos dientes blancos en la parte del filo, asemejando alguna especie de animal mitológico. Todo ello con un trazo de aire infantilesco.
—Molan, ¿eh? —dijo el carcelero, orgulloso—. Las he puesto ahí para decorar un poco este sitio tan aburrido y deprimente. Las llamo Rabia y Dolor, y la verdad es que si un día hay jaleo del bueno aquí abajo, me van a venir de perlas. En estos pasillos tan estrechos haces más daño con esas hachas de mano que con una espada larga.

Tras aquella noche de colegueo, vinieron otras más. Dedos siempre traía una botella que compartían y siempre acababa vacía. Un día apostaban a los dados, otro día jugaban a las cartas. La habilidad de Dedos era tal que conseguía ganar o perder según le interesaba. Para que aquella relación de amistad funcionara, Dedos había calculado que lo mejor era que, en término medio, Boremac ganase algo de dinero con aquellas apuestas. Al fin y al cabo, la prioridad de aquella maniobra no era, ni mucho menos, un dinero que bien podía recuperar por otros medios. Y así fue como empezaron a caerse bien. No obstante, el mediano tenía claro su objetivo y un día mezcló con el vino una sustancia que usaban los sanadores que traían directamente de Cristaldea para calmar los dolores de los mutilados en la guerra. Nunca agradeció bastante lo poco cuidadosos que eran aquéllos clérigos con sus pertenencias. El caso es que Dedos descubrió que él tenía cierta resistencia a esta droga, tal y como esperaba por su condición mediana. Así que simplemente con tomar poco vino esa noche sería suficiente como para que Boremac se tomara el resto, bebiera más de la cuenta y durmiera como un cerdito, mientras que él se notaría simplemente algo mareado. De este modo fue como consiguió hablar con Dorianne.

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—Maldito mediano, no sé qué quieres de mí, pero te voy a arrancar los ojos si te pones a mi alcance y meteré tu cabeza en el sucio agujero en el suelo del que nunca debiste salir.
—Te he ahorrado unas cuantas violaciones; esperaba un poco de gratitud al menos.
—Lo siento, pero no me fío ni un pelo de los amigos de Boremac.
—Oh, entiendo, Dorianne. Pero en realidad soy más amigo de Drónegar.
El gesto de Dorianne cambió de repente.
—¿Le conoces? ¿Dónde está? ¿Está bien?
—Estuvo aquí hace poco.
—Sí, me lo imaginé al oír que Vallathir había vuelto. Él fue en su busca y lo trajo, ¿verdad?
—Así es, lo consiguió. Pero no le dejaron verte.
—No me extraña. ¿Dónde está?
—Uhm, se ha ido de Tharlagord momentáneamente para arreglar un asunto, pero me dijo que te diera un mensaje.
—¡Habla, pues!
—Te lo diré, pero antes me gustaría saber por qué te metieron aquí.
—Injurias a la Corona.
—Sí, esa es la versión oficial, la sabe todo el mundo. No te he preguntado eso.
—Está bien —accedió—. ¿Conoces al chapucero?
—He oído hablar de él, pero no le he visto todavía.
—Tiene su laboratorio cerca de aquí, en la propia mazmorra —señaló hacia el final del pasillo—. En realidad desalojaron una de las cámaras de tortura para instalar su taller. Se dedica a realizar artefactos de guerra, armas raras y cosas así.
—Sí, tengo entendido que fabricó un arma mágica que es la responsable de haber derribado las murallas de Vúldenhard.
—En efecto. El polvo ígneo.
—¿Qué tiene eso que ver contigo?
—El príncipe oyó hablar de él y lo trajo a la ciudad. El chapucero hizo una demostración a pequeña escala del poder del polvo ígneo. Yo la vi porque entré en la sala por un malentendido que no viene a cuento. El caso es que cuando descubrieron que yo estaba allí, viendo su secreto de estado, me apalizaron. Pensé que me matarían allí mismo, pero Emerthed dijo que era mejor mantenerme con vida hasta que Drónegar volviera, porque si volvía sin Vallathir necesitaban que les diera la máxima información posible sobre las zonas que había rastreado y las pistas que había encontrado. Y si yo estaba muerta, posiblemente se negaría. En otras palabras, necesitaban a Drónegar con predisposición a cooperar, porque Vallathir era una pieza importante en sus guerras contra Fedenord. Después de la paliza que me dieron, tenían pocas opciones. Me encarcelaron alegando locura e injurias, aunque a mí me dijeron que era para asegurarse de que su pequeño secreto no saliera de estas paredes, y que no podían fiarse de una sirvienta fisgona como yo. Lo tenían todo pensado. Si Drónegar regresaba sin Vallathir y no accedía por motu propio a cooperar, me usarían como moneda de cambio para convencerle.
—Lo siento.
—Ya no importa. Lo peor vino después.
—Ya me imagino —dijo volviendo la mirada hacia Boremac. Seguía dormido y resollando.
—No, no lo digo por el bruto de tu amigo. Me he acostumbrado a recibir sus golpes, los encajo bien, y prácticamente no se le levanta nunca, aunque alardee por ahí de que me ensarta día sí, día también. Su frustración conmigo la paga con los demás, ya que tiene orden expresa de no sobrepasarse conmigo. Se lo dicen por si se le va la mano y me mata. Aunque si Vallathir ya está aquí, posiblemente mis días estén contados.
—¿A qué te referías, entonces? ¿Qué fue lo peor?
—El chapucero requiere de vez en cuando cobayas para sus experimentos —dijo arremangándose. Sus antebrazos mostraban unas quemaduras muy feas, en franjas lineales—. Esto lo provoca lo que él llama “lanza de fuego”. Pero como he dicho, estoy, o estaba, semiprotegida. Otros no tuvieron tanta suerte y les han aplicado sus experimentos en lugares más mortales y sin miramientos. En época de guerra se consiguen prisioneros prescindibles con mucha facilidad. Podría decirse que soy una mujer con suerte.

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La cara de Dedos era un poema. Tragó saliva para asimilar toda aquella información. No sabía qué decirle, pero Dorianne le recordó que le debía algo:

—Bueno, ya sabes mi historia. Dame ahora el mensaje de mi marido.
—Cierto. Me dijo que te quería y que volvería para sacarte de aquí. Ya está, eso es todo. No es un mensaje largo, pero créeme que lo dijo muy sentido y me hizo prometer que te lo diría. Pensé que me mataría allí mismo si no se lo prometía en ese mismo instante. Así que aquí estoy. Ya he cumplido mi promesa. Me marcho.
La mujer se estremeció un instante y agregó:
—Espera. Hazme un favor —suplicó—. Si le ves, dile que me olvide y se vaya lejos de aquí. Este castillo nos matará a los dos si vuelve. Ya es suficiente con que sufra yo.
—He intimado muy poco con tu marido, Dorianne. Pero si de algo estoy seguro es de su terquedad. Se fue a la Sierpe sólo para salvar el reino y rebuscó entre el hielo y no paró un momento hasta dar con Vallathir y traerlo hasta aquí. No creo que ceje en su empeño de rescatarte sólo porque yo se lo diga.

Dorianne asintió apesadumbrada, pues las palabras de Dedos eran certeras. Su marido no era un hombre habilidoso con las armas, ni tampoco lo que se podría considerar hoy día como un tipo valiente. Pero cuando la ocasión lo requería podía llegar a ser muy obcecado, aún cuando sus actos pudieran poner en peligro su propia integridad física. Por ello, desde el primer momento en el que Dedos pisó el castillo de Tharlagord estuvo dándole vueltas al asunto, pues tenía una terrible duda. Desde luego que el objetivo de Dedos era escapar de aquel castillo y aquella ciudad fuera como fuese. Se daba cuenta que había errado claramente en la elección de su nuevo hogar. Debería de haberse quedado en la ciudadela, pues se podía vivir bien vaciando bolsillos ajenos y comiendo fruta robada del mercado.
Sin embargo ahora estaba en una posición humillante y su libertad de movimientos estaba muy limitada, pues el príncipe podía solicitar su presencia en cualquier momento. Por tanto, su objetivo era salir de allí a ser posible más pronto que tarde. Ahora bien, aquí se le abrían dos posibilidades: escapar solo durante alguno de aquellos días en los que se le permitía salir del castillo o bien ayudar a Drónegar a rescatar a su mujer y huir los tres de allí. Esta segunda opción estaba llena de dificultades. Implicaba saltarse al carcelero, sacar a Dorianne de la celda, salir de las mazmorras y atravesar todos los pasillos y salas que había hasta la salida del castillo, que era un puente levadizo que salvaba el foso, lleno de agua y cocodrilos.
Atravesar los pasillos tres personas que no podían pasar desapercibidas era un reto mayúsculo (el criado que trajo a Vallathir, el hombrecillo bufón y la sucia loca de las mazmorras), pero ese foso que parecía sacado de un cuento para niños (al cuento sólo le faltaba un dragón escupiendo fuego desde la torre) impedía una fuga silenciosa por una ventana que no acabase alimentando a reptiles de gran tamaño.
Luego estaba el siguiente reto. De conseguir salir del castillo los tres, tendrían que llegar indemnes hasta las puertas de la ciudadela y atravesarlas. Las puertas estaban abiertas durante el día, pero estaban vigiladas con los soldados que, armados para la ocasión, hacían un escrutinio de quién entraba y quién salía. Parecía imposible llegar hasta allí sin que hubieran dado ya la voz de alarma sobre los fugitivos y que les dejaran salir por las buenas. En el mejor de los casos, huirían a campo abierto y los jinetes de tharlagord les darían caza en cuestión de minutos.
Esta segunda opción era claramente mucho más compleja que la primera. Lo fácil era intentar escapar en solitario y dejar a su suerte a Dorianne y Drónegar. Al fin y al cabo, no le incumbía en absoluto su situación. Eso sí, debería darse prisa en hacerlo, porque una vez que Drónegar apareciera en la corte intentaría ver a Dorianne por todos los medios y seguro que intentaría algún loco plan para sacarla de allí, lo cual provocaría irremediablemente su fracaso. Ni qué decir tiene que la integridad física de Dedos correría peligro dado que, al ser “amigo íntimo” de Drónegar, podría sospechar Demerthed que ambos conspiraban para sacar a Dorianne de la mazmorra. Y si algo apreciaba Dedos era que su cabeza siguiera pegada a su cuerpo el mayor tiempo posible.
Así que después de mucho meditar llegó a la conclusión de qué era lo que debía de hacer y pronto. Y se puso manos a la obra.

1. Dedos en palacio

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal