La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

22
La honda y el gigante

El gólem corrió hacia Avanney. Abría la boca como si pudiera emitir un grito. Pero aunque su cuerpo tenía todos los atributos humanos moldeados, no parecía tener cuerdas vocales o, de tenerlas, no parecían vibrar para emitir ningún sonido gutural. Sin embargo, en la mente del monstruo (o lo que fuera que animara aquella cosa) parecía tener recuerdos o instintos humanos, pues entrecerraba sus ojos como si la luz le molestase. Avanney supuso que era inútil usar las espadas contra aquel ser, pero tenía la obligación de probarlo. Rodó por el suelo, esquivando la embestida del enemigo y colocándose detrás de él, rasgando los (supuestos) tendones de sus tobillos.
Las líneas del filo de las espadas se quedaron marcadas, pero el monstruo sólo estaba como sorprendido de cómo aquella mujer había conseguido escabullírsele. Cinco flechas de Elareth se le clavaron en la espalda y en la nuca. Posiblemente no se dio ni cuenta. Se encaró hacia el Solitario. Fue a por él deprisa, pero no tanto como con la bardo, como cuidándose de que se le pudiera escapar como aquélla.

Endegal corrió al auxilio de Algoren’thel; sabía que no tenía nada con qué dañarle pero confiaba en que al haber dos objetivos, el gólem pudiera dudar lo suficiente como para no dar alcance a ninguno de los dos. Para desgracia de ambos, el semielfo no llegó a su destino, pues voló por los aires como si una fuerza misteriosa le hubiese golpeado muy fuerte. Elareth fue a su auxilio.
—¿Qué te ha sucedido? —le preguntó la elfa.
Una voz oscura sonó desde atrás. Vestía un manto plateado.

22. La honda y el gigante

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Yo.

Sephtanner rió. Su brazo derecho seguía alzado, su mano en forma de garra semicerrada.

¿Qué ha sido eso?
¿Un fémur y una tibia?
¿O quizás un brazo?

Yuvilen Enthal, atrapado entre los dedos de piedra, no dijo nada. Pero sí que pensó, alto y claro esto: dos costillas.

¿Ya no das lecciones de magia, bastardo?
Cometí un grave error lanzándote mi rayo de la muerte.
Casi te mato con ello y no me lo hubiera perdonado nunca.
Pero conseguiste alterarme con tu cháchara
mofándote de mí, tú, ser inferior.

Por suerte fuiste hábil y esquivaste a la muerte.
Me hubiera perdido esta parte, en la que ahora cierras el pico
y no das más lecciones de Hechicero Supremo de los Altos Elfos.
Y también la parte en la que vas a suplicar por tu vida.
Empecemos.

Apretó un poco más. Su presa volvió a gritar. Esta vez crujió el brazo izquierdo. Otro hueso roto.

—No, por favor… Basta. Basta ya. Tú ganas.

Oh, música para mis oídos.
Sabes que te voy a matar igualmente, ¿no?

—Sí.

Pero te resistes a morir.
Piensas que si me suplicas ganarás tiempo.

—Sí.

Que quizás alguno de tus amigos pueda acabar conmigo.
O bien que caiga una roca del cielo sobre mi cabeza.

22. La honda y el gigante

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—No. Gano tiempo para recuperar las energías suficientes para matarte.

Imposible.
Yo aquí recupero mucho más deprisa que tú.
Y todavía no estoy en plenitud de facultades.
No puedes vencerme de ningún modo.
Estás atrapado en mi garra de piedra.
Y lisiado.

—Esta va a ser, me temo, mi última lección de magia. No importa el poder que puedas tener si no sabes utilizarlo. Un simple cuchillo puede matar a un tigre si se usa en el lugar preciso. Una simple piedra lanzada con una honda puede derribar a un gigante.

Ah. La historia de Davith y Goliath.
El elfo que derribó a un cíclope de una pedrada en el ojo.
Un cuento para niños elfos para hacerles creer que todo es posible.

—Me alegra que lo conozcas, así me ahorro contártelo.

Tu insolencia ya me cansa.
Es hora de morir.

Levantó su brazo lo máximo que pudo, y el brazo de piedra hizo lo mismo, amenazando con aplastarlo definitivamente. De pronto, todo oscureció. Septhtanner y el Alto Elfo se percataron que aquello era obra de otro Señor del Caos, que estaba librando otra batalla bastante alejado de ellos. También que sobre ellos se había proyectado una ilusión gigantesca, pero que desde su posición ni podían verla correctamente ni tampoco les afectaba, salvo por la oscuridad circundante.
Septhtanner pareció dudar un instante. Acabar con la vida de aquel elfo era demasiado fácil. Le picaba la curiosidad. ¿Qué clase de artimaña tenía pensada Yuvilen Enthal? Tal vez si le soltara su diversión duraría un poco más… No, no iba a aguantar más palabrería del elfo, pero al mismo tiempo no quería terminar con su vida tan rápido. Apretaría el puño poco a poco. Quería oirlo gritar de verdad. Suplicar de verdad. Apretó un poco más.
Pero la garra de piedra encontró resistencia. Yuvilen Enthal había reforzado su escudo cinético al máximo. Brillaba, de hecho, con una luz cada vez más cegadora. Si seguía así…

22. La honda y el gigante

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¡No!

El escudo cinético estalló hacia afuera y la mano de piedra se quebró. El brazo rocoso permanecía erguido, pero tres dedos de roca cayeron al suelo, poco antes que el elfo que quedó liberado de una muerte segura. Quien gritó ahora fue el Señor del Caos. Su mano derecha aparecía con los dedos retorcidos en ángulos imposibles, rotos, sin ningún género de duda.

¡Maldito!
¡Pagarás por esto!
¡Muy caro!

—Has cometido el error de realizar un conjuro vinculante. Tu brazo y el de roca estaban tan vinculados que compartían la misma suerte. Romper uno implica romper el otro.
Yuvilen Enthal dejó que estas palabras calaran hondo en la cabeza del Señor del Caos y éste desvinculó rápidamente su brazo de la roca, temiendo que el elfo tuviera la forma de romperlo del todo. Cuando el Alto Elfo vió que el Señor del Caos iba a decir algo, le cortó en seco y continuó:
—Desde que La Purificadora te amputó la mano has tenido tiempo de sobras para regenerártela. Pero no lo hiciste porque sabías que usarías mucha energía que no tendrías tiempo de recuperar al completo. Tu prioridad, la vuestra, fue invocar a Ommerok por encima de cualquier otra consideración. Luego fue matarme —Hizo otra pausa intencionada—. Creíste que con tu superioridad no necesitarías dos manos para vencerme. Yo he usado esa circunstancia para provocarte. Para que usaras los hechizos inadecuados. Y has caído en todas mis trampas. Eres torpe, Sephtanner. —Otra pausa—. Mucho poder, pero poco cerebro. Me cuesta creer que hayas poseído La Esfera. Tu problema es que no das para más.

22. La honda y el gigante

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¡Estúpido elfo!
¿Cómo osas insultarme?
¡A mí, el hechicero más poderoso del mundo!
¿Crees que no sé lo que estás haciendo?

Me provocas para que regenere mis miembros
para que así puedas atacarme mientras lo hago
y me quede sin energía con la que machacarte.

Quieres que me ponga tu altura.
Porque sólo así podrías vencerme.
Es tu último recurso.

Pero la realidad es que tengo energías de sobra
para aplastarte como a un gusano.
¡No necesito manos!

Cruzó los brazos delante de él, con todo el cuerpo en tensión. A medida que los separaba, Sephtanner iba creciendo. Cuando terminó, tenía la altura de cinco hombres.

¿Ya no hablas, gusano?

Perfecto, pensó Yuvilen Enthal. Has vuelto a caer en la trampa. Fanfarronea un poco más, sólo un poco.
Se concentró. Recitó mentalmente una serie de números y ejecutó el hechizo llamado La ira de Kratos. Un chorro de adrenalina invadió sus músculos y su cerebro. Sus tendones se tensaron como cuerdas de arco, sus músculos duros como piedras. En ese momento, un calambrazo de dolor agudo sacudió sus costillas y su brazo roto. Su respiración se aceleró considerablemente. Empezó a sudar. Cientos de gotas perlaron su frente. Su metabolismo se aceleró hasta límites insospechados. A partir de ese momento, sus dos costillas rotas dejaron de dolerle, así como el brazo lisiado, tal era el éxtasis en el que estaba sumergido. El mundo empezo a ralentizarse para él. Era un hechizo muy peligroso, sobre todo si el hechicero estaba bajo de energías, pues La ira de Kratos era de esos hechizos mágicos que consumía de donde hiciera falta; de lo mágico, de lo espiritual o de lo físico. Lo devoraba todo como si de un incendio se tratara. Si lo prolongaba más de lo debido podría causarle la muerte. Pero no tenía elección. Y con esto ya tenía una honda.

22. La honda y el gigante

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Sephtanner levantó un pie y efectuó un pisotón. Yuvilen Enthal lo esquivó con facilidad, pues en su estado podía alcanzar grandes velocidades mientras que el gigante era más lento de lo que había sido en su tamaño original. Intentó pisarlo varias veces, sin éxito.

¡Puedo estar así todo el día!
¡Pero tú no!

Aquello era cierto. Cada instante que pasaba jugaba en contra de Yuvilen Enthal. La ira de Kratos lo consumía desde dentro sin descanso ni consideración.

¡Huyes de tu destino!
¿Me tienes miedo?
¿Necesitas una honda para abatirme?

—Ya tengo la honda, Señor de los Torpes. Sólo me queda la piedra —Tras decir esto empezó a concentrar energía en su puño derecho.

¿Sigues provocándome, necio?
Apenas te quedan segundos de vida.

Sephtanner abrió los brazos. También la boca. Mucho. El elfo adivinó enseguida lo que se le venía encima. Tenía que darse prisa.

¡Hálito de dragón!

Por suerte, gracias a su estado alterado, el tiempo para el Alto Elfo pasaba más deprisa que para el mundo exterior. Ganaba tiempo y el segundo hechizo se desarrollaba a pasos agigantados. A sus ojos, el chorro de llamas fundentes salió hacia él a poca velocidad. Miró su propio puño, ahora amarillo incandescente. Había logrado invocar el Puño de Hierro a tiempo. Otro conjuro peligroso, de los que consumen al hechicero independientemente de sus reservas mágicas. En sus condiciones, era un viaje a una muerte casi segura. Más segura a medida que pasaba el tiempo. Por eso tenía que actuar rápido y certero. Corrió con todas sus energías hacia su enemigo, pasando por debajo del chorro incandescente que, aún sin tocarlo, le quemaba. Saltó con toda la potencia que le otorgaban sus músculos hiper estimulados y lanzó su Puño de Hierro hacia el corazón del gigante.

22. La honda y el gigante

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

La piedra.

El impacto fue tronador. Un destello amarillo inundó la atmósfera, eliminando de paso la oscuridad forzada. Yuvilen Enthal había pasado a través del pecho del Señor del Caos, provocándole un boquete enorme. Sephtanner seguía con la boca abierta, intentando tomar aire, pero ya no poseía pulmones. En esos momentos se le ocurrieron una decena de hechizos recuperadores, pero no tenía manos para articularlos, ni aire que impulsar hacia sus cuerdas vocales, ni tiempo para hacerlo. Cuando cayó al suelo dedicó sus últimos pensamientos para digerir lo que había ocurrido.
Estúpido, se dijo.
Y murió.

El cuerpo de Yuvilen Enthal también cayó inerte. Todavía estaba en el aire cuando había interrumpido La ira de Kratos y el Puño de Hierro. El golpe contra el suelo fue tremendo. Perdió el sentido justo antes del impacto. Su último pensamiento fue: Portador, ven.

22. La honda y el gigante

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal