La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

13
Extraños enanos, extraños túneles

Cuando Avanney, Fëledar y Algoren'thel escucharon el grito de Endegal, supieron que algo no marchaba bien. En aquel lugar los gritos y las muertes por peleas no eran algo inusual, pero reconocieron en aquel grito lejano un dolor muy humano y no dudaron de que procedía de alguno de sus amigos.
Se habían enfrentado ya a unos cuantos trasgos y otros tantos orcos en su descenso. Por suerte para ellos, les veían venir y les emboscaban por sorpresa, dejando como resultado batallas relativamente fáciles y sin más consecuencia que el cansancio acumulado. De lo que más se preocupaban era de no dejar supervivientes que pudieran dar la voz de alarma, ya que en ese caso, podrían darse por muertos.
—Esperemos que nuestros amigos estén bien —dijo Fëledar.
—Ni que ese grito no haya alertado a nadie importante —agregó la bardo—. Si no, estamos bien jodidos.
—Si ha muerto Endegal... —empezó el Solitario, pero dejó la frase sin acabar—. No debimos separarnos.
—Ya no podemos volver atrás —le dijo Avanney con una mano en su hombro—. Sigamos.

Llegaron así a su destino. Ante ellos, la entrada de un túnel por cuyo techo entraba una de las enormes vigas de piedra que trenzaban toda la bajada de la sima. Viéndolas ya de cerca, observaron que éstas estaban repletas de runas. Avanney las miró con detenimiento y abrió los ojos con sorpresa, como si las reconociera.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el Solitario.
—Estos símbolos, yo los he visto antes.
—¿Dónde?
—Hace tiempo. En la entrada de una cueva. En la Sierpe Helada. Cuando buscábamos la Purificadora de Almas.
Ante la mirada interrogativa de los dos elfos, la bardo prosiguió:
—Nos atacó un yeti y lo derribé clavándole mis dos espadas en el pecho. El yeti cayó a un terraplén y me vi obligada a bajar para recuperarlas. Allí abajo, me tuve que enfrentar a dos orcos. Maté a uno de ellos, el otro huyó internándose en una cueva que tenía una viga como ésta, con las mismas runas.
—Estamos muy lejos de la Sierpe Helada, Avanney —dijo Fëledar—. ¿Qué crees que significa eso?
—No estoy segura. Pero nada bueno en todo caso.

13. Extraños enanos, extraños túneles

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Vieron que se les acercaban más alimañas de Ommerok. Por la forma de moverse y el extraño volumen que transportaban, Avanney dedujo que eran aquellos enanos blancos que tanto había observado la noche anterior y que cargaban con una piedra de considerable tamaño. Decidieron entonces esconderse dentro de aquel túnel y esperaron dentro. Tal vez aquéllos enanos pasaran de largo, tal vez entrarían. Dentro estaba muy oscuro. El suelo estaba pegajoso. También las paredes. Aunque la visión nocturna les había dado la seguridad de que nadie les iba a atacar desde dentro del túnel, los elfos se pusieron nerviosos. Notaban algo muy extraño en el ambiente.
—Concentraos en la entrada, entonces —susurró Avanney—. Si entran aquí, nos descubrirán.
Se adentraron un poco más en el túnel, ya que en caso de lucha, lo mejor era que se desarrollase lejos de la entrada donde pudieran verles otras bestias. Finalmente los enanos blancos entraron. Eran dos, y como había predicho Avanney, transportaban un enorme bloque rectangular. Sabiéndose descubiertos, los tres atacaron a los enanos sin darles tiempo a reaccionar. Algoren'thel golpeó con su cayado a los pies de uno de ellos, derribándolo, y consiguiendo así que el enorme bloque cayera al suelo con estruendo y aplastando una pierna del enano. Avanney se encargó de rematarlo clavándole la primera hermana de Hyragmathar en la garganta. Del otro se ocupó Fëledar, de una certera estocada. Los enanos perecieron sin decir esta boca es mía. Lo peor de todo, es que ni siquiera parecieron intentarlo, ni la expresión de sus rostros daba la más mínima señal de sorpresa, de dolor ni de sentimiento alguno.
—Es como si hubiéramos matado meros muñecos —dijo Algoren'thel, desconcertado—. Ni siquiera iban armados.
En realidad iban prácticamente desnudos, sin ningún tipo de coraza. Unas botas, unos guantes, y un casco. Esa era su indumentaria. Sus vergüenzas las tapaban parcialmente el poblado vello de su barba, pecho y piernas.
—Eso ya da igual —objetó Avanney—. No podemos dejar que nadie nos descubra.
—Me da la sensación —continuó el Solitario— que ni siquiera se hubieran percatado de nuestra presencia, aún pasando por nuestro lado.
—¿Cuánta fuerza tienen? —añadió Fëledar intentando mover el bloque de piedra caído—. ¡Esto pesa toneladas!
—Más razón para tomárselos en serio —dijo la bardo.
Oyeron más pasos de enanos entrar. Eran dos mas, cargando otro bloque de piedra. Esta vez, en vez de atacarles, se pegaron a la pared y observaron. Los enanos descubrieron el bloque que les impedía el paso. Vieron a sus compañeros muertos. Dejaron su bloque en el suelo. Cogieron el otro bloque sin aparente esfuerzo y siguieron túnel adentro. Casi rozaron a los elfos y la bardo, que estaban con sus armas prestas. Podrían haberles lanzado aquel bloque de piedra y aplastarlos, pero les no les hicieron ni caso. Como si no existieran, al igual que sus compañeros muertos. Siguieron su camino hasta que se los tragó la oscuridad.
—Si no lo veo, no lo creo —dijo Fëledar—. Nos han ignorado por completo.
—Os lo dije. No tienen alma.
—Realizan un trabajo —dedujo Avaney—. Ése es su único cometido aquí.
—¿Qué trabajo?
—Construyen estos túneles y les colocan esas vigas.
—¿Para qué?
—No lo sé. Pero tiene que ser importante.

Entraron un poco más adentro, pues pensaban que así estarían más protegidos. Cuando sus ojos se fueron adaptando a la oscuridad, se dieron cuenta que ésta era parcial, pues la viga que lo recorría emitía un tenue resplandor, apenas imperceptible, pero suficiente para los ojos de los elfos y, supuso Avanney, los enanos blancos y otras razas acostumbradas a la oscuridad y que harían uso de esos túneles. Para Avanney no era en absoluto suficiente y encendió una pequeña antorcha que tenía preparada en su bolsa de viaje. Al iluminarse el entorno pudo comprender el nerviosismo incesante de los elfos.
—¡Arkalath bendito! —exclamó en voz baja.
Las paredes y el suelo tenían una coloración púrpura y unas protuberancias extrañas que poco parecido tenían a la de la roca excavada, pues éstas, lejos de ser angulares, eran redondeadas y viscosas. Acercó la antorcha a un bulto semiesférico del tamaño de una cabeza.
El bulto se movió.
Se abrió en él un párpado y apareció un ojo de iris ambarino y pupila roja. Otras protuberancias de diverso tamaño reaccionaron del mismo modo. Las paredes palpitaron. Algo se movió a gran velocidad.
Los tres gritaron, pero nadie les oyó.

13. Extraños enanos, extraños túneles

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—Cargaré con Endegal —dijo Vallathir dirigiéndose hacia el cuerpo del semielfo.
—El druida nos dio un elixir revividor para estos casos. Despertaría a Endegal sin duda, pero lo tiene Avanney.
—Cargaré con él, entonces.
—¿Y la espada?
—También cargaré con ella. Tengo una idea.
Llevaba tiempo pensando en ello. En la posibilidad de que el semielfo quedara indispuesto, o muerto, y él tuviera que transportarla. Se le ocurrió durante la noche anterior. Llegó hasta Endegal y palpó su cintura. Cogió algo, lo mostró en alto.
—¡Oh, ya entiendo! —dijo Elareth al ver en sus manos la vaina mágica de la Purificadora, que no era más que un aparente disco plateado con grabados florales.
El paladín insertó la punta de la espada en la ranura de la vaina. A medida que desplazaba la vaina hacia la empuñadura, el filo iba desapareciendo. Al final, la espada entera desapareció de este plano de existencia y, con ella, todo su peso. Vallathir se ciñó la vaina a su cinto con normalidad.
—Funciona. Ahora me toca llevar a su portador —Y cargó con él y continuaron el descenso.
El camino, aunque abrupto, siguió sin encuentros indeseados. Por lo visto la senda de la araña no era itinerario preferente, salvo por los incautos. Fue cuando lo abandonaron para llegar al punto convenido con sus compañeros, el momento en el que comenzaron los verdaderos problemas. Media docena de orcos les atacaron. La velocidad de reacción de Elareth, y sus flechas élficas, mermaron el grupo atacante a tres orcos cuando llegaron al cuerpo a cuerpo. No tuvo tiempo de dejar el arco y sacar la espada y usó éste para protegerse de los espadazos del primer orco. Vallathir ya había dejado al semielfo en el suelo y fue a socorrer a la elfa. Embistió al orco y los tres rodaron por el suelo. Los otros dos orcos que quedaban se les echaron encima sin miramientos, y una espada orca se clavó en el suelo muy cerca de la cabeza de la elfa hasta el punto que recibió un serio corte en la frente. Pero Elareth rodó y pudo, por fin, sacar su espada. Desde el suelo, el puñal y daga que manejaba el paladín, encontraron ojo y costillar orco respectivamente. La elfa, por su parte, con dos tajos, se encargó de matar a uno y rematar al otro.
—Sigamos, ya queda poco —dijo el paladín mientras se apoderaba de una de las espadas de sus atacantes.
Devolvió la daga élfica a Elareth. Se puso al semielfo a hombros. El cansancio empezaba a hacer mella. Ya era consciente de lo osado que había sido la noche anterior, al sugerir descender la sima sin plan y sin pausa, hasta el final.
Elareth recogió todas las flechas que había lanzado. Aparte de ser una munición escasa, no era buena idea que alguien encontrara cadáveres orcos con proyectiles élficos clavados.

13. Extraños enanos, extraños túneles

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Llegaron a su destino y entraron en el oscuro túnel con sigilo. Lo primero que vieron fue un enorme bloque de piedra y dos enanos blancos muertos, uno de ellos con una pierna aplastada por la enorme roca. Los rodearon y continuaron un poco más adentro.
—¡Avanney! —llamó Vallathir en voz baja—. ¡Fëledar! ¡Algoren'thel! —agregó subiendo un poco más el volumen al ver que no obtenía respuesta.
—Vallathir... Este lugar...
—Sí, yo también lo noto. No es natural. El Mal está por todas partes. Se me eriza el cabello y tengo un regusto agrio constante en la garganta. Y la sensación de una mano invisible apretándome el cerebro.
—¿Y nuestros amigos?
—Alguna razón importante tendrían para no esperarnos. Está claro que se enfrentaron a esos enanos blancos. Quiero pensar que sólo eran dos y ganaron la batalla.
—¿Y se marcharon sin más?
—O quizás les capturaron y necesitan nuestra ayuda.
—¿Para qué capturarlos? ¿Por qué no matar al intruso directamente?
—No lo sé. Pero si no están sus cuerpos aquí, es porque deben de estar vivos, en alguna parte. Sigamos. Enciende una antorcha.
—No... —dijo Elareth—. Alguien encendió una cerca de aquí.
—¿Cómo lo sabes? Aquí huele a mil demonios.
—Tengo buen olfato.
—Vale. Crees que ellos encendieron una antorcha. ¿Y?
—Las vigas superiores emiten una luz débil, pero me permite ver con relativa claridad.
—Pues yo no veo un carajo.
—Lo imagino. Los elfos podemos ver en condiciones de poca luz. Los enanos blancos deben de tener una cualidad parecida, pues no podrían circular por los túneles cargando piedras y antorchas al mismo tiempo. Por lo que sabemos, cargan las piedras de dos en dos y no hay un tercero que les ilumine. Avanney debió encender una antorcha y eso alertaría al enemigo. Entonces huirían o les atraparían.
—Tiene sentido. Aquí dentro el sonido parece morir en las paredes y no llegar muy lejos. Esto no es roca desnuda, algo la cubre. Hablando en voz baja, como nosotros, es improbable que los descubrieran. Sin embargo una luz les delataría a mucha distancia.
—Eso es.
—Pues tendré que fiarme de tus ojos de elfa. Guíame.
Avanzaron así muy despacio, pues el paladín, cargando a Endegal, le era complicado tantear la espalda de Elareth, que le abría el paso. Pero ésta no tardó en detenerse, asustada.
—¿Qué ocurre?
—Creo que hemos encontrado a nuestros amigos.
Señaló arriba. Al techo.
—¿Colgados en el techo?
—Algo los amarra.
—¿Están vivos?
—Sí, para su desgracia, eso parece.
—¿Qué? Enciende la antorcha. Vamos a bajarles de ahí.
—Pero...
—Sin peros. Ahora mismo. No puedo seguir así, sin ver nada —dijo mientras descargaba a Endegal en el suelo.
Cuando Elareth encendió la antorcha ambos vieron el panorama. Avanney, Algoren'thel y Fëledar, los tres, semi sepultados entre tentáculos carnosos que salían de la misma pared viscosa y los amarraban como si estuvieran en una despensa. Ninguno de ellos se movía. No podían. En los tres casos, un tentáculo se adentraba en sus gargantas a través de sus bocas abiertas, impidiéndoles emitir ningún sonido. Sólo sus ojos, abiertos como platos, parecían gritar. Las pupilas intentaban comunicar dónde estaba el peligro.
Todavía estaban pensando si la mejor forma de liberarles era a base de espadazo limpio contra los tentáculos, cuando unos ojos enormes y rojos se abrieron a su alrededor. No tuvieron tiempo de reaccionar. Más tentáculos salieron de la pared y del techo y amarraron a Endegal, Elareth y Vallathir, levantándolos del suelo, estrangulándoles y buscando la calidez de sus bocas para introducirse dentro. Lo consiguieron con Endegal, inconsciente y Elareth. Sin embargo, el tentáculo que aprisionó a Vallathir por la cintura aulló, si eso era posible, y se retiró como si algo le hubieran quemado con ácido. Un humillo salió de su piel púrpura. Vallathir, mientras era izado por otros dos tentáculos que le estrangulaban, entendió. Se las arregló para liberar la vaina mágica plateada de La Purificadora de Almas y con ella presionó contra los tentáculos. Aquellos chillaron al contacto doloridos y le soltaron.
Vallathir cayó al suelo y se levantó como un resorte, amenazando con la vaina plateada a todo tentáculo que se le acercaba. Tenía que hacer algo por sus amigos, pero estaban fuera del alcance de su brazo. Quizás la antorcha, que todavía crepitaba en el suelo y les daba luz, podría quemar a aquellos engendros. Pero en ese momento, algo que no era una voz, le dio una orden inapelable directamente en el centro de su cerebro.

13. Extraños enanos, extraños túneles

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

¡Desenfúndame!

La notó. Notó la empuñadura de La Purificadora de Almas. Notaba su presencia, aún enfundada fuera de aquel plano de realidad. La aferró. La notaba tan sólida como si estuviera realmente allí. Tiró de ella.
La Purificadora de Almas se materializó en manos de Vallathir. Había regresado con furia. El paladín era ahora su portador. Así lo había decidido ella. Los tentáculos que acosaban al paladín recularon. Los ojos de las paredes se entrecerraron, como si estuvieran recibiendo una luz dolorosa.
La furia de la espada se fundió con la de Vallathir y el paladín empezó a arremeter contra tentáculos, ojos y las propias paredes. Finalmente hincó media hoja de la espada en una de las paredes. La caverna entera se estremeció de dolor y tras unos espasmos que derribaron al paladín, liberó a todas sus presas, cayendo fláccidos los tentáculos, como si estuvieran muertos.
—¿Estáis bien? —preguntó el paladín a sus compañeros.
—Sí... —llegó a balbucear Elareth tras vomitar.
—Una mierda estamos bien —objetó Avanney, incorporándose.
El resto se miraban brazos y piernas llenas de moretones y pequeñas incisiones.
—¿Qué demonios es esa cosa? —preguntó Fëledar.
—Me temo que el propio túnel... Es un ser vivo —dijo el Solitario—. Se estaba alimentando de nosotros. Nos sorbía la sangre poco a poco.
—Creo que he matado una parte de él —dijo Vallathir—. Pero por delante nuestro sigue vivo.
—¿Qué le ha ocurrido a Endegal? —preguntó Algoren'thel, al percatarse del estado de su antiguo compañero de andanzas.
Vallathir y Elareth les pusieron al corriente de lo acontecido. Por su parte, aquellos les contaron el enfrentamiento con los enanos blancos y cómo fueron capturados por los tentáculos.
Mientras tanto, Avanney sacó un pequeño frasco con un líquido ambarino. Destapó el corcho y mojó uno de sus dedos. Untó con él los labios de Endegal y éste despertó.
—Maldito druida... —fue lo primero que dijo al reconocer el nauseabundo remedio que le habían dado.
Endegal miró a su brazo derecho, con la esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla. No lo era. Le faltaba el antebrazo entero. Intentó ponerse en pie, pero no pudo. Se derrumbó de nuevo.
—Has perdido mucha sangre —dijo Elareth.
—La Purificadora... —dijo Endegal percatándose de que no la llevaba encima.
—Aquí la tienes —le ofreció Vallathir no sin pesar. Ansiaba tenerla él. Y la espada ansiaba estar con Vallathir, él lo notaba.
Al ver Endegal que el paladín podía sostenerla, supo que era lo mejor.
—Está bien... Custódiala... tú. Yo... no podría manejarla. Estará más segura... contigo. Yo... apenas puedo hablar. Os he fallado.
—No digas tonterías —le animó Elareth mientras le ofrecía lemba—. Come un poco y recupérate.
—Deberíamos apagar la antorcha —sugirió Algoren'thel—. Este ser parece aletargado mientras está oscuro y se despierta cuando hay luz.
—Curioso comportamiento de un depredador que vive en la oscuridad y se alimenta de quienes pasan por aquí —argumentó el paladín.
—Sus extraños motivos tendrá —dijo Elareth—, pero es cierto que parece funcionar así.
—Cierto —convino la bardo—. Pero no me seduce nada la idea de andar por este esófago carnívoro a oscuras.
—Cuatro de nosotros podemos ver en esta oscuridad —dijo el Solitario—. Os guiaremos a ti y a Vallathir.
Y así lo hicieron, caminaron durante largo tiempo a tientas. En una ocasión se cruzaron con otra pareja de atareados enanos blancos. Los dejaron pasar. Como esperaban, aquellos les ignoraron.
Llegaron entonces a una bifurcación.
—¿Y ahora hacia dónde? —preguntó Fëledar.
—Por el camino que descienda.
—El de la derecha parece descender y desaparece la viga del techo.
—¿Y las paredes empiezan a parecerse a la roca excavada?
—Sí... —dijo el elfo fijándose detenidamente en el fondo, hasta donde él podía ver—. ¿Cómo lo sabes?
—Por ahí entonces.

13. Extraños enanos, extraños túneles

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal