La Hermandad del Caos

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

10
En la guarida de la Hermandad

Ya de lleno en los territorios del Pantano Oscuro, los seis componentes de la expedición sufrieron el ataque de una horda goblin que cabalgaban sobre huargos grises. No pudieron calcular su número exacto, dado que algunos huyeron cuando se vieron en serios apuros y la eterna niebla de aquellos parajes les impedía ver con claridad más allá de unos cuantos pasos, pero al parecer sumaban alrededor de una docena de jinetes. El Solitario descabalgó a un par de ellos, Endegal partió por la mitad a otros dos, Elareth y Fëledar acertaron casi todos sus disparos y asaetearon a cinco huargos, dos de ellos gracias a que Draughmithil les hizo frente el tiempo suficiente como para que los elfos armados con arcos dispararan con cierta comodidad. Avanney mató a un huargo metiéndole a la Primera Hermana hasta la empuñadura entre sus fauces mientras hacía lo propio con la Segunda en la garganta y luego se encargó de un par de goblins que ya iban a pie. Vallathir repartió mandobles a diestra y siniestra, hiriendo a varios huargos y descabezando algún que otro goblin. Sin su feroz montura, los goblins eran un enemigo de lo más asequible para el grupo, a pesar de que las condiciones del terreno les eran las más favorables que para elfos y humanos. Lo peor eran los huargos, lobos enormes mayores incluso que Draugmithil, fieros, robustos y de aspecto monstruoso. Por suerte, los huargos atacan en manada, y cuando vieron que La Purificadora segaba fácilmente a sus congéneres quizás pensaron que todas las espadas allí presentes eran igual de mortíferas, o quizás les bastó con que sólo una espada mágica estuviera presente. ¿Quién sabe lo que realmente piensan estas bestias? El asunto es que huyeron a primeras de cambio. Como era de esperar, los jinetes supervivientes no eran más valerosos que sus bestias ni por asomo. Viendo el resultado de la refriega, podría pensarse que fue un asunto fácil, ya que no hubo bajas ni heridas de consideración, pero no fue del todo así. La pelea les agotó bastante y al iniciarse la refriega, cuando cargaron contra ellos los goblins encima de sus huargos nadie pensó que saldrían indemnes de aquel lance.
Todos pararon a coger aire y descansar, sentados en el lodo o de pie, encorvados, bebiendo agua de sus cantimploras o dando algunos bocados a las lembas. No obstante, a Fëledar no le pasó desapercibido que los gestos de Endegal iban más allá del cansancio y que en los instantes finales del enfrentamiento ya empuñaba su espada Benefactora con la izquierda.
—¿Te han herido en el brazo derecho? —le preguntó el maestro de armas.
—Me duele —contestó él. Era ya inútil fingir que podía manejar La Purificadora sin dificultad con la derecha, así que prefirió excusarse como pudo sin revelar que la auténtica naturaleza de su comportamiento se debía a la herida producida y contaminada por Alderinel, varios días atrás. Una herida oscura que le contaminaba el alma cada día que pasaba y que La Purificadora no toleraba.
Fëledar se le acercó, preocupado.
—Déjame ver —le dijo, tocándole el hombro.
—¡No! —exclamó el semielfo apartándole la mano con un movimiento brusco. Al percatarse de que su reacción había sido demasiado hostil, intentó calmarse y rectificó—: Gracias por preocuparte, amigo, pero no se puede hacer nada. Con un poco de reposo imagino que se me pasarían estos calambres, pero como no puedo permitirme el lujo de descansar en adelante usaré la izquierda para empuñar la espada si no mejora mi brazo derecho —Al ver la cara de Fëledar añadió—: Bien sabes, Maestro que soy capaz de defenderme bien con la izquierda.
—Lo sé. También sé que te defiendes mejor con la derecha.
Dejaron el tema ahí.

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La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—Es hora de continuar —dijo Vallathir cortando de raíz el tenso ambiente que se había creado, y todos asintieron y empezaron a moverse.
Endegal apartó un poco el vendaje y echó un último vistazo a su brazo herido. La oscura mancha le llegaba ya casi a la palma de la mano y le dolía horrores. Se maldijo por enésima vez no haber tenido más cuidado en aquel enfrentamiento con el elfo renegado, pero por aquel entonces no sabía de lo que era capaz el hermano de su padre. Cuando uno se acostumbra a pelear con armas de filo no le importan ya los rasguños o incluso las heridas algo más penetrantes y dolorosas. Máxime cuando uno tiene un factor de curación mayor que la media imbuido por la sangre élfica que corre por tus venas. Las heridas, profundas o no, acaban sanando. Uno ha de preocuparse por no recibir estocadas en las partes vitales que puedan costarle la vida. Todo lo demás es asumible y no se le presta mayor interés. “Gajes del oficio”, le solía decir el maestro de armas durante sus entrenamientos. No contaba, pues, con la ponzoñosa sangre del Renegado y cómo le infectó su herida y su alma. Debería de haberlo matado allí, en Bernarith'lea, desoyendo al Líder Natural. O mejor antes, en el paso del río Curvo cuando lo capturaron, ignorando al Líder Espiritual. Sabía de sobras que era un error mayúsculo dejarlo con vida y que más temprano que tarde se arrepentirían todos de no haber puesto fin a su miserable vida. Además, albergaba una pequeña esperanza de que con la muerte de Alderinel desapareciera la ponzoña de su herida y acabara cicatrizándose de manera natural y haciendo así válido aquel dicho popular de muerto el perro, muerta la rabia, si es que aquella maldición podría estar ligada con la vida de quien era el causante.
Elareth observaba al medio elfo meditabunda, sabiendo que no contaba toda la verdad sobre el asunto y que le preocupaba demasiado, casi más que el hecho de que en breve, si todo iba bien, iban a adentrarse en la guarida de una hermandad de hechiceros que llevaban más de cinco mil años enviando criaturas diabólicas al mundo por el simple divertimento de provocar muertes y el caos más absoluto. Pensó que ahora más que nunca tenía que estar al lado de Endegal, pero no podía acercarse tan directamente como lo había hecho Fëledar o sufriría el rechazo inmediato del semielfo. Tenía que hacerlo tangencialmente, de manera más suave y sutil.

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La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Endegal, sin embargo, se acercaba a Avanney en cuanto podía, pero la bardo parecía absorta en seguir adelante y buscar indicios de la Hermandad. Sus ojos sólo prestaban atención al semielfo en contadas ocasiones, como si sólo temiera perderlo de vista ignorando lo ocurrido entre ellos cierta noche bajo la luz de las estrellas. Después de aquel escarceo amoroso todo se precipitó y la bardo salió hacia las Colinas Rojas. ¡Qué lejano le parecía aquello ahora! Endegal empezaba a intuir que Avanney sólo le veía como un arma que podría derrotar al enemigo, una pieza más que le ayudaría a encajar todo el puzzle. Una pieza importante dada su condición de portador de La Espada Benefactora, pero una pieza a fin de cuentas. ¿Por qué entonces se le había entregado entonces? Sospechaba la respuesta y no le gustaba nada.
—Avanney, ¿tú me amas? —le dijo cuando pudo alcanzarla y nadie les escuchaba.
—No es momento para eso. Tenemos asuntos más importantes que atender ahora.
—Consideraré esa respuesta como un “no”.
La bardo se detuvo un instante y miró fijamente al semielfo.
—Endegal el Ligero —le dijo solemne mientras le ponía la mano en el pecho—, me gustas. Deberías saber eso.
—¿Pero?
—Pero no soy mujer de ataduras. O de un sólo hombre, si me entiendes. Mi vida es la aventura continua, el viaje, el conocimiento, cantar canciones en tabernas, dormir cada día en un lecho distinto, bajo un techo distinto, viajar sola la mayor de las veces. Las relaciones amorosas estables no son compatibles con mi forma de vida, ¿entiendes eso?
—Entiendo.
—Bien. Lamento si te di otra impresión o si esperabas otra cosa de mí.
—Está bien.
—Endegal, lo he pasado bien contigo y no me importaría repetirlo, siempre y cuando ambos tengamos claras las reglas del juego.
El semielfo calló, como sopesando si le valía la pena todo aquello o si le mortificaría aún más.
—Tal vez deberías mirar a tu alrededor. Hay una elfa que creo que está más capacitada que yo para darte lo que necesitas. Y es muy hermosa.
Ambos se giraron para ver a Elareth y la sorprendieron mirándoles a ellos. Fue un instante incómodo para los tres. Hicieron como si no hubiera ocurrido nada y siguieron andando.

10. En la guarida de la Hermandad

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

—¿Qué esperamos encontrar? —dijo Vallathir dirigiéndose a Avanney, que era quien le parecía que dirigía en cierto modo aquella expedición—. Estamos dando palos de ciego. El anciano vivió por aquí unos meses, tengo entendido, y no vio nada fuera de lo normal, quitado del trasiego de estas bestias inmundas cada dos por tres. ¿Tenemos un plan para localizar esa guarida o alguna idea vaga de dónde pudiera encontrarse? Hay cientos de cuevas por estos parajes.
—Tienes razón, paladín, necesitamos un plan de búsqueda. He estado pensando en ello largo tiempo y no creas que es asunto fácil.
—Si llevan ocultos más de cinco mil años —agregó el Solitario— podemos dar por seguro que su camuflaje es formidable.
—Por lo que sabemos, hace cinco mil años que nadie les busca. Eso nos da cierta ventaja —dijo Elareth.
—Consiguieron el mayor de los camuflajes: el olvido —dijo Avaney—. No obstante ahora sabemos que existen y que están aquí. Hemos de superar sólo el camuflaje final.
—¿Es posible que usen algún encantamiento mágico para ocultarse? —preguntó el medio elfo—. Recuerda la ilusión que ocultaba el rellano entero donde se encontraba Aunethar y La Purificadora.
—Es una opción a considerar —contestó la bardo—. Aunque no sé si les es necesario. Esta bruma permanente ya dificulta la visión de cualquier cosa por sí misma.
—Una ilusión que ocultara además una puerta de entrada sería ya definitivo —argumentó Fëledar con cierto desánimo—. No sé si esta misión nos supera. No podemos deambular por estos parajes durante días buscando un imposible; acabaremos por desfallecer en el mejor de los casos. Aquí no hay agua potable ni comida, salvo que empecemos a cazar huargos.
El grupo se detuvo de pronto y alguno que otro soltó una maldición, sopesando aquellas palabras.
—No desesperéis —intentó animarles la bardo—. Acabo de tener una idea para afinar la búsqueda.

10. En la guarida de la Hermandad

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Una vez explicada, la idea parecía bastante sencilla. Se trataba de seguir las huellas de alguna horda de orcos o goblins en sentido inverso. No para saber adónde iban, sino de dónde venían. Si la Hermandad del Caos era quien les mandaba ir aquí o allá era de suponer que el origen de sus pasos era la guarida de la Hermandad. Acordaron que, en lo sucesivo, intentarían no entablar más luchas con los habitantes del pantano para no malgastar fuerzas mientras era posible. Anduvieron con cautela y en silencio un buen rato, hasta que los elfos hicieron una señal y todos se detuvieron, pues sus agudos oídos escucharon sonidos de batalla. Hubo una pequeña discusión en voz baja entre ellos por si era mejor intervenir en la refriega. Si unos orcos estaban atacando a alguien, mejor sería ayudar a los desafortunados. Sin embargo, Algoren'thel dijo:
—No. No hay voces de humanos o elfos. La lucha es entre criaturas de Ommerok.
—Dejemos entonces que se maten entre ellos —concluyó Endegal. Los demás asintieron.
Cuando cesaron los sonidos de lucha, se acercaron al lugar con sigilo y las armas preparadas. Lo que vieron les aterró: una docena de orcos, bien equipados, muertos por los suelos. Algunos con la cabeza aplastada, otros desmembrados.
—Las heridas no son de ningún arma de filo —observó Elareth, horrorizada.
—Mirad estas huellas —dijo el Solitario. Eran pisadas enormes.
—Más grande que un troll —dijo Fëledar.
—Más grande que un yeti —dijo Vallathir.
—Y curiosamente no va descalzo —dijo Endegal al reconocer la forma de una bota—. ¿Un gigante?
—Seguramente —convino Avanney—, o alguna de sus emocionantes variantes. ¿Os apetece batiros contra un cíclope?
Siguieron las huellas de la refriega, las del gigante y la de los orcos, pues les llevaban hacia la pared rocosa que tenían cerca. El rastro terminaba en la entrada de una enorme cueva.
—¿Será aquí dónde se oculta la Hermandad? —preguntó Endegal.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo Vallathir mientras entraba con la espada en alto. Los demás le siguieron.
La oscuridad les abrazó al instante. La cueva tenía una iluminación muy tenue, como si hubiera una mísera lámpara de aceite detrás del recodo. La cueva, espaciosa, no tenía ninguna decoración o signo de habitabilidad destacable, salvo algunos huesos de animales y humanoides por el suelo. Aunque el grupo iba en silencio, era inevitable algún roce, un suspiro de uno, una mala pisada de otro, que alertaron a...
Una enorme sombra se asomó por el recodo y se abalanzó hacia ellos.
—¡Salid fuera! —gritó Elareth mientras lanzaba flechas.
Todos entendieron el mensaje. Allí dentro tenían más posibilidades de morir que en campo abierto. Aquella cueva era una ratonera; si entraba alguien por detrás y les cerraban el paso podían darse por muertos.
Endegal y Fëledar cargaron sus arcos para ayudar a Elareth, pero pronto convinieron que apremiaba salir de aquella cueva, pues el gigante cargaba a gran velocidad hacia ellos. No escatimaron en piernas para salir de allí.
Una vez fuera vieron salir al gigante en toda su envergadura y fisionomía. De una altura de tres o cuatro hombres y una piel gris azulada, si la suciedad no engañaba demasiado. Muslos y brazos descubiertos mostraban algunos cortes recientes, seguramente producidos por su reciente refriega con los orcos, pero semejaban meros rasguños. Pecho cubierto de pieles mal cosidas, seguramente de huargo. En una mano sostenía una enorme porra de madera reforzada con metal, en la otra llevaba una especie de red. Las flechas élficas clavadas en su cuerpo no parecían molestarle lo más mínimo. Con todo, lo más destacable era que tenía dos cabezas.
—¿Qué clase de engendro es éste? —vociferó el paladín.
—Un Ettin —le sacó de dudas la bardo—. He leído sobre ellos.
—Genial, ya sabemos el nombre —dijo Endegal—. ¿En esos libros ponía cómo se mata?
—Parece que sangra —dijo Vallathir fijándose en los cortes—. Si sangra, se puede matar.
—¡Matar! —gruñó una cabeza del monstruo.
—¡Bulk matar intrusos! —gruñó la otra cabeza del monstruo.
El problema de enfrentarse a un enemigo tan grande es que pierdes la noción de las distancias y no sabes cuando estás dentro o fuera del radio de alcance de sus armas. Con un movimiento del brazo izquierdo, el Ettin hizo un largo barrido con la red. Los pesos de los extremos de la misma impactaron sobre el grupo como mazas, derribándolos y aturdiéndolos a todos. Sólo Algoren'thel y Draugmithil se habían mantenido a una distancia más prudente, y también Vallathir que le atacó por el flanco derecho.
Pero un Ettin no tiene una segunda cabeza sólo para discutir con la primera. Ambas, totalmente independientes son capaces de cubrir mucho más ángulo de visión y es complicado pillarle desprevenido. También les permite coordinar los movimientos de sus extremidades mucho mejor que un humanoide de una sola cabeza. Así es como la cabeza derecha vio al paladín y ordenó al brazo correspondiente que lanzara su porra contra éste mientras gritaba:
—¡Bulk, aplasta!
Vallathir, pillado por sorpresa, apenas tuvo tiempo de frenarse y levantar el escudo. El impacto fue brutal. El escudo de Vallathir saltó por los aires arrugado como vulgar hojalata. El paladín, aturdido en el suelo, sólo pudo ver cómo una porra casi tan grande como él mismo despegaba del suelo para, seguramente, rematar el trabajo. Y no tenía fuerzas ni para rodar a un lado. Algoren'thel le asestó al monstruo un duro golpe en la rodilla con su cayado, pero el Ettin apenas se inmutó. Por fortuna para el paladín, sirvió para despistarlo unos instantes, los suficientes para que Draugmithil, cerrando sus fauces en su sobrevesta consiguiese arrastrarlo fuera del mortífero alcance de la porra.
—¿Tienes algo roto? —le preguntó el Solitario cuando pudo acercársele.
—No lo sé. Me duele todo. ¿Le heriste?
—No. Es como golpear una roca.
El resto del grupo se incorporó y tomó más distancia. Elareth y Fëledar seguían disparándole flechas sin mucho éxito.
—No malgastéis flechas —dijo Endegal—. No sirven de nada.
—Gran idea. ¿Algún consejo más?
—¡Apartaos!
El Ettin lanzó la red y esta cayó encima de los dos arqueros y la bardo, atrapándolos como meros insectos en una telaraña.
—¡Bulk, aplasta! —oyeron decir a la mole que se les acercaba.
Podían salir de debajo de la pesada red, pero no tenían tanto tiempo. El Etting ya había llegado hasta ellos, y estaba bastante cabreado.
—¡Hombrecillos siempre molestan a Bulk! —dijo una cabeza.
—¡Ahora morirán como todos los demás! —dijo la otra.
Levantó un pie sobre sus cabezas con las intenciones claras de aplastarlos como a cucarachas.
Endegal rodó por el suelo, por detrás del monstruo. Éste le vio, pero con un pie en alto tampoco pudo impedirlo. El semielfo le asestó un tajo con la Purificadora de Almas que le cercenó el pie de apoyo a la altura del tobillo. El gigante cayó de espaldas irremediablemente, como lo haría un árbol talado.
El semielfo tuvo que rodar nuevamente para no ser aplastado por el enorme cuerpo. El Ettin puso una rodilla en el suelo para poder defenderse mejor. Agarró la porra de nuevo.
—¡No! —gritó Algoren'thel.
Pero ya era tarde. Endegal había tomado ya impulso y saltado sobre el Ettin. De un poderoso mandoble cortó el cuello de una de las cabezas del Ettin. Éste se derrumbó en el suelo y aulló como mil demonios. Endegal se dispuso a cortar la segunda cabeza.
—¡Basta! —gritó de nuevo Algoren'thel.
Esta vez su súplica llegó a tiempo. Fëledar, Elareth y Avanney se liberaron de la red y se acercaron.
—¿Qué ocurre? —preguntó Endegal al Solitario.
—Todo esto es un error, ¿no lo veis?
—¿A qué te refieres?
—Bulk, creo que así se llama a sí mismo... Sólo defendía su casa.
—Creo que tiene razón —dijo Vallathir—. Aquellos orcos entraron en su cueva y él la defendió. Luego entramos nosotros y la volvió a defender. He caído en la cuenta cuando ha dicho que los hombrecillos siempre le molestamos.
—¿Nos equivocamos entonces? ¿No es la entrada a la guarida de la Hermandad?
—Tiene sentido —dijo Avanney—. Quizás nos precipitamos.
—¡Hombrecillos, malvados! —sollozó la única cabeza que le quedaba a Bulk— ¡Matar a Bulk de una vez!
Avanney se le acercó.
—Bulk, la cueva, ¿es tu casa?
—¡Sí, cueva de Bulk! ¡Matar a Bulk de una vez!
—No vamos a matarte, todo ha sido un malentendido. Buscamos a la Hermandad del Caos. ¿Sabes dónde está?
—¡Bulk no saber nada de eso! ¡Matar a Bulk de una vez!
Todos se miraron apesadumbrados. El Ettin se revolvía en el suelo de manera extraña mientras maldecía y exigía una muerte digna. Sólo medio cuerpo parecía estar vivo. La otra mitad estaba inerte, justo la que no tenía cabeza. Endegal preguntó con la mirada y los demás asintieron de un modo casi imperceptible.
—¡Matar a Bulk de...

10. En la guarida de la Hermandad

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Aquel episodio les pasó factura y estuvieron largo rato en silencio. Aún así, Avanney insistió en que el plan original para encontrar la guarida de la Hermandad era la mejor opción que tenían.
—Nos cegó la idea de la existencia de un gigante y fuimos a su encuentro, pensando que sería un buen guardián de la puerta de la Hermandad y que nos llevaría hasta ella. Ni siquiera nos planteamos por qué le atacarían unos orcos.
—Los orcos no necesitan motivos —dijo Fëledar.
—Pero no atacarían por las buenas a un Ettin que pudiera destrozarlos, máxime si éste está de su parte.
—Ahora ya da igual —convino el maestro de armas.
—Sí, por desgracia —dijo Avanney—. El caso es que debimos seguir las huellas de los orcos atacantes. Ver de dónde venían.
—De allí —dijo Algoren'thel señalando una dirección—. De la orilla del pantano.
—Vamos, pues.

Llegaron hasta el final del rastro y, lo que vieron, no se lo habían esperado ninguno de ellos. Las huellas terminaban justo en la orilla, y justo donde se encontraban dos barcazas.
—¿Significa eso que...? —empezó a decir Vallathir, dejando la pregunta inacabada a propósito.
—Eso parece —dijo Endegal.
—Tiene su lógica —dijo Avanney—. Un islote en el centro del pantano. El escondite perfecto. ¿Cómo no se me ocurrió antes?
—¿La guarida de la Hermandad está dentro del pantano? —preguntó Elareth.
—Vamos, pues, a comprobarlo —dijo Fëledar, empujando la quilla de una de las barcazas hacia las aguas del pantano.
Le ayudaron Endegal y Avanney y la pusieron rápidamente a flote. Empezaron a subir. Vieron unas runas talladas en el casco de la embarcación.
—¿Algún mago entre los presentes? Estaría bien saber qué dicen esas runas.
Pero el Solitario dijo:
—Hay una cosa que no entiendo. Si para llegar hasta la Hermandad hay que usar una barcaza, ¿cómo lo hacen los trolls? ¿Y los huargos? No me los puedo imaginar subiendo ahí y navegando como si nada. O nos estamos equivocando de nuevo en algo o debe haber otra forma de llegar al islote por tierra firme.
Avanney le dijo:
—Sea como sea, Algoren'thel, esta pista es la única que tenemos ahora. Vamos a seguirla hasta donde nos lleve. No podemos permitirnos perder más tiempo buscando rutas alternativas que no sabemos si existen.
—Draugmithil también lo nota —dijo el elfo.
El lobo plateado gruñía dirigiéndose hacia las aguas del pantano.
—Hay algo terrible en esas aguas, ¿nadie más lo nota?
Los elfos agudizaron sus sentidos por un momento y asintieron.
—Sí, hermano —dijo Elareth—. Algo hay en las profundidades que me aterra. ¿Debemos abortar la misión por eso?
—No —dijo el Solitario—. Si los orcos no lo temen, yo tampoco.
Y subió. Pero Draugmithil se quedó en tierra. No tenía intención ninguna de ponerse a navegar. Algoren'thel bajó de nuevo y fue hacia el lobo y le acarició el lomo.
—Está bien, compañero. Quédate por estos lares o haz lo que te plazca. Nuestro camino se separa aquí. Has sido una grata y fiel compañía. Espero verte pronto.
El lobo restregó su hocico en la cara del elfo. Era una despedida en toda regla. El elfo volvió con sus compañeros. El lobo se quedó mirando la barca mientras partían hacia un destino incierto, adentrándose en aquellas aguas, hasta que la oscura bruma se los tragó.

A medida que avanzaban, los elfos estaban cada vez más inquietos. Notaban la presencia de algo. Las aguas burbujeaban aquí y allá, emitiendo vapores que les hacían escocer los ojos.
—Imposible que un ejército les encontrara y les asaltara. Necesitarían tener barcos para llegar hasta ellos —razonó Avanney—. Y tal vez ni así, pues la profundidad de estas aguas es incierta. Podrían encallar fácilmente.
—Los orcos deben ser inmunes a estos vapores ácidos —dijo el paladín, restregándose los ojos.
—¡Silencio! —exigió Elareth. Apuntó con su arco en una dirección concreta. Todos miraron hacia allí.
Algo oscuro se había movido y provocado un pequeño oleaje que les alcanzó en ese momento. Quien tuvo arco, lo armó. Quien tuvo espada, la desenfundó. Entonces, aunque vagamente, lo vieron. Fuera lo que fuese estaba a ras de la superficie; una gran masa informe formada por muchos montículos de carne que se movían de manera independiente estaba allí frente a ellos, interceptando su paso como un guardián. De pronto bufó. De cientos de orificios salió despedida una mezcla de agua y vapor tóxico, como si de géiseres se tratara.
—¡Cuidado! —dijo alguien.
Una lluvia de flechas buscaron la carne del monstruo y la hallaron, y éste rugió. Los montículos informes se transformaron en un gran número de apéndices que asemejaban tentáculos, pero sus movimientos no eran naturales, y en sus extremos había algo inquietante que, dada la distancia y la bruma, no supieron distinguir. El monstruo se hundió y el oleaje provocado sacudió la barcaza.
—¿Qué clase de demonio acuático es éste, bardo? —preguntó Vallathir.
—No tengo ni idea —dijo Avanney, los ojos como platos.
—¿Estará muerto? —preguntó Algoren'thel.
—Lo dudo mucho, compañero —respondió Fëledar.
La respuesta no se hizo esperar. De repente, como salidas de la nada aparecieron docenas y docenas de manos oscuras a babor, tanteando el agua y la barca. Eran manos de pesadilla, pues cada dedo acababa en un ojo, y cada palma una boca con afilados dientes. Bocas que chillaban como bebés hambrientos. Los brazos parecían humanos salvo por su longitud, que era desmesurada. Una mano agarró-mordió la pantorrilla de Avanney. Al intentar quitársela de encima bajó la guardia y otras dos la amarraron del manto y tiraron de ella. Elareth la ayudó a base de espadazos a deshacerse de ellas, mientras el paladín la sujetaba para que no se la llevaran al agua. Con los forcejeos, la barcaza sufrió un empellón y cayeron al agua por estribor Vallathir y Fëledar.
Algoren'thel alargó su bastón para que ambos pudieran salir de las aguas, pero sólo el maestro de armas consiguió asirse. Vallathir, con su pesada armadura, se hundió irremediablemente.
Por el otro lado, estaban Endegal, Elareth y Avanney a espadazo limpio contra las manos, hiriéndolas o cercenándolas, pero no parecían acabarse nunca. El fragor de la lucha balanceaba la barcaza peligrosamente, mientras que los que estaban sobre ella o subiendo tenían que hacer equilibrios imposibles para que no volcara.
El pánico se fue apoderando del grupo, pues las manos cada vez alcanzaban más altura. Vieron entonces que los largos brazos tenían dos y tres codos, quizá cuatro, lo que hacía sus movimientos completamente antinaturales e imprevisibles. Fëledar consiguió subirse a bordo. Había perdido sus flechas aunque pudo rescatar el arco. Las manos dejaron de atacar, parecían confusas, tanteando de nuevo las aguas. El oleaje provocado había alejado la barcaza ligeramente y eso les dio un respiro. Endegal dio un vistazo rápido a las aguas, en busca de Vallathir. Ni rastro. Fëledar cogió una flecha del carcaj de Elareth y apuntó a las manos, que seguían algunas elevándose más en el cielo mientras otras tanteaban el agua. El monstruo asomó su cuerpo, o su cabeza, o su qué demonios fuese, por encima de la superficie. La imagen era la de una gran mole carnosa con cerca de un centenar de brazos multiarticulados, con sus manos diabólicas y, en el centro de la mole, un gran ojo lechoso de pupila difusa que se movía. Elareth frenó el intento de Fëledar de disparar la flecha al gran ojo.
—No nos ve —le dijo en voz baja, bajándole el arco—. Es ciego.
—¿Con tanto ojo? —observó Endegal—. Parece imposible.
—Y posiblemente no nos oiga tampoco —dijo Avanney.
—¿Cómo podéis decir eso? —dijo Algoren'thel.
—Las runas —dijo la bardo—. Las runas esculpidas en la barcaza nos hacen invisibles a esa bestia. Así es como pasan los orcos. Cuando la atacamos nos localizó. Tantea el agua, pero no nos ve ni nos oye.
—Rememos, pues —dijo Fëledar—. Alejémonos de esa cosa cuanto sea posible.
Todavía no había acabado de decir eso y una manó salió de las aguas y agarró fuertemente el borde de la barcaza, escorándola peligrosamente. Las espadas relampaguearon y apunto estuvieron de destrozar aquella mano y lo que venía detrás. El grito de Elareth los detuvo en seco.
—¡Vallathir!
—¿Pensabais iros sin mí? —dijo el paladín, totalmente empapado.
Consiguieron subirle entre todos. No llevaba armadura.
—Lograste quitarte la armadura, tú sólo. Bajo el agua —observó Avanney, sorprendida—. Impresionante.
—Allí en la Sierpe estaba solo. Mi armadura estaba diseñada para ser cómoda y fácil de colocar y quitar por mí mismo. He tenido la suerte también de que las aguas aquí no son demasiado profundas. Al menos en esta parte. He tocado fondo rápidamente, o bien era una gran roca, quién sabe; ahí abajo está completamente oscuro. Sentado me ha sido relativamente fácil quitarme los guantes y cortar las correas con el cuchillo. Y volver a la superficie con rapidez.
—Aún así, ha sido impresionante, amigo —dijo Endegal—. Lástima que hayas tenido que dejar atrás esa armadura y la espada.
—Sí. Era una buena armadura. Y una buena espada. Pero armaduras y espadas sirven para mantenerte con vida. Cuando tenerlas supone todo lo contrario, es el momento de abandonarlas. —Se miró a sí mismo, empapado, y el horizonte incierto lleno de desconocidos peligros y dio un suspiro—. Bueno, me queda este cuchillo para defenderme.
—No lo pierdas, paladín —dijo el semielfo—. Puedes quedarte con mi arco.
—No, los arcos nunca fueron mi fuerte.
—Toma pues mi daga élfica —dijo Elareth lanzándosela directamente—. Dicen que dos hojas cortan más que una.
—Gracias.

10. En la guarida de la Hermandad

La Hermandad del Caos / Víctor M.M.

Siguieron remando en dirección sur ayudados por una brújula. Volvieron a ver algo extraño en las aguas, una mole con protuberancias que, ahora sabían, eran largos brazos con varios codos. Y la semiesfera lechosa era un ojo central. No era posible saber si era la misma bestia cienmanos u otra de la misma especie. Tampoco les interesó lo suficiente como para acercarse y averiguar si tenía algún miembro cortado. Esta vez, sabiéndose invisibles, la sortearon convenientemente y pasaron de largo. Al poco, tocaron tierra y desembarcaron. No vieron nada extraño. El típico fango del pantano.
—Me temo que hemos llegado al otro extremo del pantano —dijo Fëledar.
—Lo veremos pronto —dijo Avanney, segura de sí misma—. Sigamos adelante.
La niebla habitual impedía ver más allá, pero no anduvieron mucho cuando los elfos se detuvieron. Endegal también lo hizo.
—¿Qué notáis? —preguntó la bardo.
—Oímos movimiento —dijo el Solitario—. Mucho movimiento. Pasos, martilleos, gente cargando cosas, gruñidos, alguna pelea. Y una oscuridad pulsante, arrítmica y tóxica.
—El Mal —dijo Endegal apretándose el brazo derecho contra el abdómen. La herida le dolía más que nunca y la espada la notaba ansiosa—. El Mal inmenso, está aquí. Hemos llegado.
—Yo... —dijo Vallathir sorprendido por lo que sentía mientras andaba por delante del resto, tanteando el terreno buscando señales—. Yo también lo noto. El Mal. El Caos. Está a tiro de piedra.
—¿Dónde exactamente? —preguntó Avanney.
El paladín se detuvo en seco. Miró el suelo. Les hizo unas señas para que se acercaran despacio hasta él. Y señaló hacia abajo. Una enorme fosa se abría ante ellos. No atisbaban la pared de enfrente y del fondo apenas se vislumbraba un leve resplandor rojizo. Pero lo que vieron fue suficiente para hacerse una idea de a qué se enfrentaban.
—Justo aquí abajo. Bienvenidos al infierno.

10. En la guarida de la Hermandad

“La Hermandad del Caos” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal